Otoño
Otoño
Sin esa estrella,
no sería esta noche.
Es octubre, ese octubre de ciclón evolucionado a
borrasca profunda, ese octubre que, en mi tierra, en La Rioja, suena a fresco,
a tierra mojada, a lumbre de ramas verdes con savia que espuma y ahúma.
Es otoño, y éste acaba de asomar las orejas, desnudar
sus velos con firmas de hojas y abrir los olores con marcas de ocre. Es el mes
para espolear las actividades del campo, para tirar abonos, limpiar semillas y de asegurar barbechos...
Octubre trae la vida a la actividad del estío. Ahora
los caballos, los pocos que quedan, desgastan menos los suelos porque los
caminos tienen más arcilla que polvo; los perros caminan más y se cansan menos
y hasta ya tintinean las campanillas de los podencos. Silban las cogujadas, el
rechinar de los trigueros- pasa desapercibidos, no son más que un simple
acompañamiento. Tan sólo la áspera estridencia de los saltamontes, la dulce y
tenaz melopea de los últimos grillos, en el otro extremo de la escala sonora,
destacan contra los estruendos lejanos de los ciervos.
Y es que ya asoma la tarde otoñal, la media tarde,
cuando los machos en celo todavía se refugian en la espesura, en las laderas de
los montes que flanquean los hoyos de Sierra Cebollera, en medio de esa
llanura, que deja de estar reseca, por la que a en esas horas sólo pastan las
hembras agrupadas. Ya es otoño y los bramidos resuenan a lo lejos, estirados,
desflecados por la distancia.
Y al crepúsculo, hacia el oeste, el cielo se ilumina
al tiempo que el paisaje se apaga. Los árboles no son más que siluetas
recortadas, las laderas de monte un telón negro. No se ve nada, pero desde esa
oscuridad emergen con más fuerza si cabe los bramidos de los machos. Cuando la
voz no es suficiente la disputa se resuelve a testarazos. Y por encima, muy
lejos, los ululatos de los cárabos en paso y los gañidos de alarma de un búho
real, asustado por quién sabe la causa.
Cambian por completo las tornas al amanecer y la
atmósfera comienza a templarse. Y comienza a oírse algún cacareo y el zumbido
potente de la estela que los leonados, esas grandes aves, dejan en el aire.
Pero enseguida todo se convierte en un griterío: cacarean los buitres, chillan
con estrépito los buitres negros, mugen todos ellos. Y con el silbido dulce de
una totovía en vuelo, el más tenaz de los pájaros del monte, por encima de los
bramidos lejanos de los ciervos y abajo, en la Villa, todo huele a vida, a frescor, a fandangos y
desfangados. A fangos y desburbados, a viña de mil colores, a cepa tristona y
retorcidamente ensortijada, a pámpano evolucionado a sarmiento, a corquete
afilado y peligroso, a racimo desnudo, a lagar entufado, a prensa remostada y a
cuba de madera de cerezo...
Abre bien los brazos al otoño. Nunca defrauda.
Palabra. Vale.
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Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©
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