lunes, 15 de octubre de 2018 in

Otoño




Otoño

Sin esa estrella,
        no sería esta noche.



Es octubre, ese octubre de ciclón evolucionado a borrasca profunda, ese octubre que, en mi tierra, en La Rioja, suena a fresco, a tierra mojada, a lumbre de ramas verdes con savia que espuma y ahúma.

Es otoño, y éste acaba de asomar las orejas, desnudar sus velos con firmas de hojas y abrir los olores con marcas de ocre. Es el mes para espolear las actividades del campo, para tirar abonos, limpiar semillas y de asegurar barbechos... 

Octubre trae la vida a la actividad del estío. Ahora los caballos, los pocos que quedan, desgastan menos los suelos porque los caminos tienen más arcilla que polvo; los perros caminan más y se cansan menos y hasta ya tintinean las campanillas de los podencos. Silban las cogujadas, el rechinar de los trigueros- pasa desapercibidos, no son más que un simple acompañamiento. Tan sólo la áspera estridencia de los saltamontes, la dulce y tenaz melopea de los últimos grillos, en el otro extremo de la escala sonora, destacan contra los estruendos lejanos de los ciervos.

Y es que ya asoma la tarde otoñal, la media tarde, cuando los machos en celo todavía se refugian en la espesura, en las laderas de los montes que flanquean los hoyos de Sierra Cebollera, en medio de esa llanura, que deja de estar reseca, por la que a en esas horas sólo pastan las hembras agrupadas. Ya es otoño y los bramidos resuenan a lo lejos, estirados, desflecados por la distancia.

Y al crepúsculo, hacia el oeste, el cielo se ilumina al tiempo que el paisaje se apaga. Los árboles no son más que siluetas recortadas, las laderas de monte un telón negro. No se ve nada, pero desde esa oscuridad emergen con más fuerza si cabe los bramidos de los machos. Cuando la voz no es suficiente la disputa se resuelve a testarazos. Y por encima, muy lejos, los ululatos de los cárabos en paso y los gañidos de alarma de un búho real, asustado por quién sabe la causa.

Cambian por completo las tornas al amanecer y la atmósfera comienza a templarse. Y comienza a oírse algún cacareo y el zumbido potente de la estela que los leonados, esas grandes aves, dejan en el aire. Pero enseguida todo se convierte en un griterío: cacarean los buitres, chillan con estrépito los buitres negros, mugen todos ellos. Y con el silbido dulce de una totovía en vuelo, el más tenaz de los pájaros del monte, por encima de los bramidos lejanos de los ciervos y abajo, en la Villa, todo huele a vida, a frescor, a fandangos y desfangados. A fangos y desburbados, a viña de mil colores, a cepa tristona y retorcidamente ensortijada, a pámpano evolucionado a sarmiento, a corquete afilado y peligroso, a racimo desnudo, a lagar entufado, a prensa remostada y a cuba de madera de cerezo... 

Abre bien los brazos al otoño. Nunca defrauda. Palabra. Vale.
 


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Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©

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