jueves, 11 de enero de 2018 in

La nieve ha vuelto





Foto cedida. Plaza de Grávalos

La nieve ha vuelto
“Llegó por fin
la regalada nieve,
la mano limpia, multiplicada
de la nieve.
Que todo lo hace claro, fúlgido,
leve.
Como si el mundo fuera prístino,
imberbe.
Como si el alma fuera a volar
de tan pura y alegre”.

La nieve ha vuelto. Y ha vuelto a la plaza de mi pueblo y a todo el poblado. Nos la dejaron los mágicos Magos y, en estos secarrales abrasados, vale más que el oro, el incienso y la mirra…El hada de la nieve bajó al mediodía y convirtió el árbol de la plaza, la joven acacia del quiosco, rebrotada de la antigua, en cerezo de fría primavera. “Qué alegría y qué regocijo volver, contemplando la estampa, a aquellos años de mi niñez cuando, al nevar, los campos esteparios de Grávalos quedaban mudos y cuando el sembrado grano dormía oculto y arropado entre terrones y hoy, al ver la estampa, me deleita que el nevazo cubra, en cándidos vellones, las calles, cantones y plaza de la esforzada villa, mientras revolotea a la luz de la luna, velada por los remolinos del zarzagán. ¡Qué gusto!
Entusiasmado con la fotografía he soñado ver a sus lugareños acudir, en cuadrilla, a abrir caminos con sus palas, picos y azadones, y convirtiendo la nítida blancura en turbia negrura, en fétidos montones, para que argentada la nieve brille. Y me he acordado de los “Versos y oraciones del caminante”, de León Felipe: Siempre habrá nieve altanera/ que vista el monte de armiño…/y agua humilde que trabaje/ en la presa del molino. /Y siempre habrá un sol también/un sol verdugo y amigo/ que trueque en llanto la nieve/ y en nube el agua del rio.

Ha sido toda una noticia, una gran noticia; nieva en enero. Hacía años que no nevaba. Y ahora ha nevado y hasta ha espantado a la acacia del quiosco y a todos los árboles y ricios del campo alegre y todo está gozoso: la plaza y sus tristes calles, casi sin gente. Y ha llegado como blancura necesaria, abatiendo las ultimas secas e inermes hojas de esa acacia abrasada, triste y agotada, hoy rejuvenecida, mientras cae la tarde, blanda y silente. No pasa nada. Sólo que ha nevado y nieva y hace frío y es invierno y llueve y hay tormenta y viento…y alegría y gozo.

Mi alegría y gozo en este momento descriptivo ha supuesto la vivencia de contemplar la plaza en la que jugué, corrí, bailé y escalé ese quiosco, de mis recuerdos, para esconderme tras aquella vieja acacia, observándola en el silencio de una noche invernal, luminosa de nieve, que refleja muy bien la excelsa calidad del relato que en la ejemplar novela de John Williams, Stoner (1965), narra la vivencia de un profesor de literatura inglesa en el silencio de una noche invernal, luminosa de nieve, que refleja bien, como otros muchos pasajes, la excelsa calidad del relato: “Nada se movía sobre la blancura; era una escena muerta, que parecía tirar de él para absorber su conciencia justo mientras extraía el sonido del aire y lo enterraba bajo una fría y blanca suavidad. Se sentía atraído hacia fuera, hacia la blancura que se extendía tan lejos como le alcanzaba la vista y que era una parte de la oscuridad de la que relucía bajo el cielo claro y sin nubes, sin altura ni profundidad. Por un instante pensó que abandonaba su cuerpo, que permanecía sentado quieto frente a la ventana y mientras sentía que se deslizaba, todo: la lisa blancura, los árboles, las altas columnas, la noche, las lejanas estrellas, parecía increíblemente pequeño y distante, como reducido hasta la nada”. 


Algo parecido he sentido yo, extasiado ante ese quiosco y esa acacia nevada, ante esa plaza y el inicio, roto apenas por el ruido callado de mis pasos, de ese entronque de calles hacia La Ruga y Justino Perez sin ninguna pisada y cubierta por la nevisca y las traviesas brumas nivosas con las que antaño el griterío candoroso de mis colegas los niños era como el principio de una creación; el frío nival e inocente de enero o febrero parecía envolvernos, elevarnos y purificarnos a todos. 

Y al final mi añoranza me hace temblar recordando cuando, de niños, jugábamos a romper los carámbanos, chinchurros, churros, chuzos o chupetes, de esas diversas formas los llamábamos, de hielo, con palos, con escobas, o con útiles de hierro. Eran enemigos peligrosos que arrojábamos al suelo. La nieve era una amiga, pero no el hielo, pero no los carámbanos hirsutos, inminentes, afilados, que nos daban mucho miedo y hasta asustaban a los ateridos gorriones escondidos en el bardal de la teinada. 

“¿Qué haces, hombre? Desengancha el pío y suéltalos. Él te llevará al camino. Es mejor que lo sueltes…”.  Señaló León Tólstoi en “La tormenta de nieve”. Vale.

Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©

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