La nieve ha vuelto
Foto cedida. Plaza de Grávalos
La nieve ha vuelto
“Llegó por fin
la regalada nieve,
la mano limpia,
multiplicada
de la nieve.
Que todo lo hace claro,
fúlgido,
leve.
Como si el mundo fuera
prístino,
imberbe.
Como si el alma fuera a
volar
de tan pura y alegre”.
La nieve ha vuelto. Y ha vuelto a la plaza de mi
pueblo y a todo el poblado. Nos la dejaron los mágicos Magos y, en estos
secarrales abrasados, vale más que el oro, el incienso y la mirra…El hada de la
nieve bajó al mediodía y convirtió el árbol de la plaza, la joven acacia del
quiosco, rebrotada de la antigua, en cerezo de fría primavera. “Qué alegría y
qué regocijo volver, contemplando la estampa, a aquellos años de mi niñez
cuando, al nevar, los campos esteparios de Grávalos quedaban mudos y cuando el
sembrado grano dormía oculto y arropado entre terrones y hoy, al ver la
estampa, me deleita que el nevazo cubra, en cándidos vellones, las calles,
cantones y plaza de la esforzada villa, mientras revolotea a la luz de la luna,
velada por los remolinos del zarzagán. ¡Qué gusto!
Entusiasmado con la fotografía he soñado ver a sus
lugareños acudir, en cuadrilla, a abrir caminos con sus palas, picos y
azadones, y convirtiendo la nítida blancura en turbia negrura, en fétidos
montones, para que argentada la nieve brille. Y me he acordado de los “Versos y
oraciones del caminante”, de León Felipe: Siempre habrá nieve altanera/ que
vista el monte de armiño…/y agua humilde que trabaje/ en la presa del molino.
/Y siempre habrá un sol también/un sol verdugo y amigo/ que trueque en llanto
la nieve/ y en nube el agua del rio.
Ha sido toda una noticia, una gran noticia; nieva en
enero. Hacía años que no nevaba. Y ahora ha nevado y hasta ha espantado a la
acacia del quiosco y a todos los árboles y ricios del campo alegre y todo está
gozoso: la plaza y sus tristes calles, casi sin gente. Y ha llegado como
blancura necesaria, abatiendo las ultimas secas e inermes hojas de esa acacia
abrasada, triste y agotada, hoy rejuvenecida, mientras cae la tarde, blanda y
silente. No pasa nada. Sólo que ha nevado y nieva y hace frío y es invierno y
llueve y hay tormenta y viento…y alegría y gozo.
Mi alegría y gozo en este momento descriptivo ha
supuesto la vivencia de contemplar la plaza en la que jugué, corrí, bailé y
escalé ese quiosco, de mis recuerdos, para esconderme tras aquella vieja
acacia, observándola en el silencio de una noche invernal, luminosa de nieve,
que refleja muy bien la excelsa calidad del relato que en la ejemplar novela de
John Williams, Stoner (1965), narra la vivencia de un profesor de literatura
inglesa en el silencio de una noche invernal, luminosa de nieve, que refleja
bien, como otros muchos pasajes, la excelsa calidad del relato: “Nada se movía
sobre la blancura; era una escena muerta, que parecía tirar de él para absorber
su conciencia justo mientras extraía el sonido del aire y lo enterraba bajo una
fría y blanca suavidad. Se sentía atraído hacia fuera, hacia la blancura que se
extendía tan lejos como le alcanzaba la vista y que era una parte de la
oscuridad de la que relucía bajo el cielo claro y sin nubes, sin altura ni
profundidad. Por un instante pensó que abandonaba su cuerpo, que permanecía
sentado quieto frente a la ventana y mientras sentía que se deslizaba, todo: la
lisa blancura, los árboles, las altas columnas, la noche, las lejanas
estrellas, parecía increíblemente pequeño y distante, como reducido hasta la
nada”.
Algo parecido he sentido yo, extasiado ante ese
quiosco y esa acacia nevada, ante esa plaza y el inicio, roto
apenas por el ruido callado de mis pasos, de ese entronque de calles hacia La
Ruga y Justino Perez sin ninguna pisada y cubierta por la nevisca y las
traviesas brumas nivosas con las que antaño el griterío candoroso de mis colegas
los niños era como el principio de una creación; el frío nival e inocente de
enero o febrero parecía envolvernos, elevarnos y purificarnos a todos.
Y al final mi añoranza me hace temblar recordando
cuando, de niños, jugábamos a romper los carámbanos, chinchurros, churros,
chuzos o chupetes, de esas diversas formas los llamábamos, de hielo, con palos,
con escobas, o con útiles de hierro. Eran enemigos peligrosos que arrojábamos
al suelo. La nieve era una amiga, pero no el hielo, pero no los carámbanos
hirsutos, inminentes, afilados, que nos daban mucho miedo y hasta asustaban a
los ateridos gorriones escondidos en el bardal de la teinada.
“¿Qué haces, hombre? Desengancha el pío y suéltalos.
Él te llevará al camino. Es mejor que lo sueltes…”. Señaló León Tólstoi en “La tormenta de
nieve”. Vale.
Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©
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