Ilusión, mi ilusión
Adoración de los Magos: Pedro Pablo Rubens
Ilusión
¡Qué dar a ese niño,
qué dar sino ella!
¿Qué dar a ese tesoro
divino, Señor?
Le hubiera ofrecido la
mágica estrella,
la de Baltasar, Gaspar
y Melchor. (Rubén Darío)
Siempre
tuve la hermosa ilusión de la Cabalgata y siempre, hoy también, jugue a creer
que vivo en una continua Epifanía.
Como
decía aquella canción, que no pare la música. Sí, que no pare. Sigamos dándole
vida a la ilusión, sigamos pensando que el mejor lugar del mundo para vivir es
una continua cabalgata, de rey Baltasar, de paje, de pastor o de posadero, que
la banda sonora de la nostalgia perfecta, y deseada, es un fondo de
villancicos:
Ya vienen los Reyes Magos/ ya vienen
los Reyes Magos/ caminito de Belén/ olé, olé, Holanda y olé/ Holanda ya se ve/
Cargaitos de juguetes/ cargaitos de juguetes/ para el Niño de Belén/ olé, olé,
Holanda y olé/ Holanda ya se ve, que mientras tanto voy a
ver si encuentro a un chiquillo que suba a la torre del aire y toque: No pidas agua mi vida/ no pidas agua mi
vida/ no pidas agua mi bien…/Que los ríos vienen turbios/ que los ríos vienen
turbios/ y no se puede beber, y que sigan alquilándose balcones en el
cielo: los camellos rebozan juguetes/
para el Rey de los cielos/ que está en el portal.
Que
no pare la música. Que no dejen de cantarse villancicos. Que ya saben que los
Reyes Magos vinieron guiados por una estrella, quizá por eso el camino que
llevaban José y María cuando iban hacia Belén estaba sin luz y, como iban
caminando por una montaña oscura, al vuelo de una perdiz se les asombró la
mula. Que siga todo así, que los vastagos nos hagan creer que es roca o
montaña, que juguemos a creernos que el cristal es agua corriente y que la
lavandera está lavando en el agua tan fría de ese cristal que es río.
Que
no pare la música. Que sean árboles las ramas del lentisco, y sean candelitas
las lucecitas que parpadean estratégicamente colocadas tras las yerbas y el
papel arrugado; sí, que no pare la música. Que nadie sepa —y si lo sabe, que se
lo calle— que el molino no da vueltas por la fuerza del viento, sino por un
motorcito enchufado a la red; que nadie señale y diga que el leñador siempre
corta el mismo tronco. ¿Suena agua? ¿Es un arroyo de verdad? No, es agua que
recircula, la misma siempre, pero no lo diga. Allá arriba, en el pueblo blanco,
no hay luz en las casitas, pero están alumbradas por dentro, sí, y que nadie
descubra que son luces que simulan velas. Que los cielos sean de papel o
pintados, y que las estrellas estén cogidas con pegamento o que sean agujeros
en el papel. Que todo sea así. Que imaginemos que el barro es vida, que el
gañán en verdad sujeta la mancera del arado y los bueyes tiran, uncidos, para
que la reja abra surcos...
Que
no pare la música. Creamos que es verdad que la mujer que va camino del pozo
sacará agua y la llevará al pueblo, a los pastores o al Portal, porque no
piense que el Portal está construido con cuatro palitos y unos trozos de paja,
piense que es un establo de verdad, y que son de carne y huesos José, María y
el Niño. Y crea que ha visto cómo comen la mula y el buey. Creamos en la
hermosa fantasía de la Epifanía; juguemos a creer que, constantemente, vivimos
en una fantasía, que lugar habrá para desear que sea mentira tanta cruda o
verdad como que yo, siendo niño, no tuve aguinaldos ni regalos de reyes y sí
mucha y demasiada ilusión. Quizás no fui bueno o mis abuelos no fueron capaces
de dejar sus zapatos por si algo caía para mí o, quizás, éramos muchos y no
había donde repartir o no tuvieron imaginación para dejar ese juguete o esas
simples pinturas Alpino con las que pintarrajear en esos viejos cuadernos con
tapas de hule. Les faltó la fantasía e ilusión que a mí me sobraba y me sigue
sobrando.
He
dicho, y es lo cierto, que jamás de los jamases tuve reyes en casa de los
abuelos. Es así. Sí en casa de mis padres. Nunca os había agradecido aquellos
regalos de niño. Quiero hacerlo ahora, antes de que se me olvide. Aquellas
mandarinas en el cuarto del balcón, allá en la casa del cantón, aquel tren
eléctrico venido de Nueva York, aquellos TBO, los de Roberto Alcázar y Pedrín
que me condujeron hacia la lectura y algunos trozos de guirlache sobrantes de
las fiestas anteriores. Escasos juguetes, pobres pero dignos e ilusionantes
juguetes. Mi madre no podía permitirse despilfarros. Otros años fueron
construcciones de madera, que jamás lograron despertar mi inteligencia
espacial, y, también, algo de ropa. No había para más, pero lo importante era que
venían y nunca pasaron de largo. Ahora confieso que, incluso, yo oí un año
desde la cama, de madrugada, los cascos de los caballos en la oscuridad, y me
hice el dormido. Recuerdo que a Grávalos veníais siempre por donde sale el sol,
carretera de Alfaro, era la única vía que podía superar la comitiva para cruzar
“El puerto”, con nieve hasta el corvejón.
En el pueblo puede que este año tengáis poco trabajo. Puede que salga
humo de alguna chimenea y en alguna ventana haya unos zapatos esperándoos. En
la casa del Cantón ya no habrá nadie. Pero yo soñaré esta noche que me dejéis
en el cuarto de la “amasadería”, un caballo de cartón para jugar con mis
nietos, unos zapatos nuevos y una bufanda de buena lana y tejida en Ezcaray y
si tenéis tiempo echar a la alforja este libro, “La vida de los hombres del
campo: costumbres y tradiciones”, de Jesús Hernández Borgas. Gracias y vale.
Texto y fotografías La
Medusa Paca. Copyright ©
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