miércoles, 31 de diciembre de 2014 in

Enero con D de Delibes





Enero con D de Delibes

Enero era el mes dedicado a Jano, deidad de dos caras. Enero, Ianuarius, señala el paso de un año a otro. En las representaciones menológicas, como las que se pueden admirarse en la bóveda del claustro catedralicio de Pamplona, enero es un hombre de dos cabezas, con una llave en cada mano. El autor del “Libro de Alexandre”, debía tener ante sí una estampa parecida al escribir:

“Estaba don Ianero a dos partes catando,
cercado de cecinas, cepas acarreando,
tenía gruesas gallinas, estabálas asando,
estaban de la percha las longanizas tirando”.

Y es que ya ha llegado el invierno. Hace mucho frío ahí fuera. Ya sé que este es un país muy grande, que se extiende a lo largo de muchos paralelos. Y que en los mares murcianos, bosques canarios o montes andaluces la temperatura no será tan baja. Pero aquí, en la ribera del Iregua y en los aledaños del Monte Laturce, está nevando, el termómetro de la ventana marca varios grados bajo cero y es momento de arrimarse a la lumbre.

El crepitar del fuego es uno de los sonidos del invierno. Pero siento que fuera, en la calle heladora, desamparada, desguarnecida y desierta lo que predomina es el silencio. Tras la nevada los árboles están envueltos en una funda de hielo y casi nadie rebulle bajo las copas. Bastante tienen unos y otros con calentarse y buscar alimento, como para ir piando de aquí para allá. Pero contra la quietud gélida de la atmósfera, a ratos destacan otros crepitares. Crepitan las ramas de los pinos, cargadas de nieve. Chisporrotea un bandito de páridos, carboneros, garrapinos y gorriones, que buscan comida. Reclama un petirrojo. Y murmuran unos mirlos, negros contra el silencio blanco. Y Frente al  silencio nunca faltan los graznidos ásperos de alguna corneja desorientada.

Y a medida que cae la tarde, nada más. Como mucho los ladridos lejanos de un zorro, quizá un búho real que deambula de árbol en árbol. Y el murmullo de los valles helados, un rumor sordo formado por el viento y las pocas aguas que corren libres por los ríos. 

Es hora de volver a casa, de cerrar las puertas y encender algo de fuego. Y es que llevo el alma en los zancajos tratando de recordar como coloqué y alineé en los anaqueles de mi biblioteca aquellos modestos volúmenes de bolsillo de la editorial Destino, comprados con las propinas de los domingos, donde Delibes fue publicando, con impertérrita lealtad, casi toda su obra. En ellos encontré y todavía descubro una literatura empeñada en el hombre, una respiración fraterna que detiene su mirada en los humillados y en los ofendidos, en los débiles y en los solitarios, en ese magma de herida y trémula humanidad que se ha quedado sin voz, que se ha quedado sin norte, que se ha quedado sin resuello. Y sobre toda esa humanidad sufriente donde la escritura de Delibes se nos muestra como bálsamo reparador.

Y ya en la casa y sentado delante del fogón recuerdo a ese Delibes cuando describiendo esas sus cazatas,  inspiradas en la obra “aventuras, venturas y desventuras de un cazador a rabo”. Un verdadero diario de cacería del autor: “(...) Mis primeras cazatas en el encinar de La Santa Espina, cuando el hermano Eugenio, con la sotana arremangada y sin el babero, tiraba a los conejos a sobaquillo (...)”. Y es aquí cuando me pongo a garabatear, no se hacer otros trazos, esa senda literaria guiada por la que el viajero pueda caminar entre tomillos, retamas, sauces e inmensos campos de cebada, trigales y viñedos mostrando el verdadero corazón de esta Rioja. 

Y es también aquí donde comenzaron a arrejuntarse junto a mí esos sus personajes infantiles, esas criaturas: “niños burgueses o de gente bien, o niños olvidados pobres y desatendidos (…) por un lado niños urbanos y por otro niños rurales, niños en cualquier caso, pero con un sentido de la vida y la muerte esencialmente diferente”: son Daniel “el Mochuelo”, Germán “el Tiñoso” o Roque “el Moñigo”. Personajes retratados por el escritor en “El camino”; “Las guerras de nuestros antepasados” o “El conejo”, cuento que figura en la recopilación de relatos, “La mortaja”. También están ahí: Isidoro, el muchacho de “Viejas historias de Castilla la Vieja”; Pedro y su imborrable amistad con Alfredo, en “La sombra del ciprés es alargada”; Gervasio y su hermana Florita, de “Madera de héroe”; el fantasioso y mimado Sisí de “Mi idolatrado hijo Sisí”; Pacífico Pérez en “Las guerras de nuestros antepasados”; el Nini, todo un superviviente de “Las ratas”; Quico del “El príncipe destronado”; o el propio Miguel Delibes de niño en su obra autobiográfica “Mi vida al aire libre”. Todos van o pueden vestirse de santos y hasta de inocentes junto Azarías. 

Como es obvio, estas reflexiones me vienen a la cabeza en torno al calor de esa lumbre del primer día, ya pasada la primera hoja, de este “taco” recién  estrenado del enero de 2015. Y aquí quedo abrazado y hasta envuelto con la D de Delibes: ese creador de personajes, palpitantes de pasiones ancestrales, innombrables y a veces poseedores de la resonancia del trueno, sobre el telón de fondo del paisaje castellano, que nadie como él supo elucidar, que nadie como él supo amar de un modo tan arrebatadamente tranquilo. Personajes que aman con atolondramiento y sufren con una suerte de resignada beatitud, que miran el mundo con una perplejidad recién estrenada, que sienten y callan pudorosamente; y también personajes enardecidos de un odio ancestral, personajes entreverados de alimaña o bestia acorralada, personajes ásperos y sufridos como la tierra que los modeló y aquellos humanísimos personajes en busca de Dios o del diablo, en busca de un milagro o de una redención o en busca de la escarnecida inocencia de Azarías. Vale. 


Texto y fotos La Medusa. Copyright ©

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