sábado, 5 de abril de 2014 in

Turruncún





Turruncún

“Un abandono de siglos ha provocado la marginación de los pueblos de Castilla, perdidos entre los surcos como barcos a la deriva”. (Miguel Delibes)

Fue al caer la tarde y los viajeros pararon para adentrarse en las entrañas de algo que fue y que, todavía, al nombrarlo resuena son sonido de torrentera y turbulencia como si se abriese en canal la boca de ese cráter apagado que parece ser la cima de “La Peña Isasa”. 

El viajero y acompañante no pensaban regresar por ahora a Turruncún, esa aldea acurrucada en la falda de Peña Isasa, a legua y media larga de Arnedo, que está definitivamente vacía, convertida en un cantizal, amortajada de hiedra y donde crecen zarzales, ortigas, lampazos, malvas y saúcos, entre las piedras caídas de las humildes casas con las paredes abiertas en canal y que en años atrás mostraban alcobas, alacenas, enseres y otras intimidades. O sea, un pueblo muerto y bien muerto, vacío como las cuencas de los ojos de los muertos antiguos en su abandonado cementerio, cubierto de maleza y de hierbajos, aunque con cruces resistiendo. Y esa escuela, que nunca acogió niños docentes al no llegar a inaugurarse. Pero ahí está, todavía resiste y hasta sirve como refugio para los que intentan cruzar en los fríos de invierno esa sierra de la Umbría del Quemado intentando cazar lo que la cinegética produce, como liebres, conejos, perdices, aves de rapiña y zorros. 

A las afueras de Turruncún en dirección a Préjano, a monte a través, al pie de la sierra, entre pinos y encinas se encuentra la Ermita de las Vírgenes. Es una construcción de mampostería y ladrillo de tres tramos y cabecera ochavada de tres paños. Estaba cubierta con bóvedas de lunetos, pero hoy todas han desaparecido. La sacristía se sitúa en la cabecera tras el altar mayor y tiene dos accesos a ambos lados de éste. A los pies aparecen los restos, que pueden ser de un coro alto sobre madera del que ya nada  queda, bueno sí, un almendro nacido en el interior y que estaba a punto de florecer. Tiene dos ingresos, el principal que se abre al este, de medio punto coronado con hornacina de ladrillo y otro, reducido y adintelado que se abre al sur, a los pies, bajo el coro. Puede ser barroca, entre los siglos XVII y XVIII, con rasgos de construcción muy característicos en toda esta zona minera. Su estado es de ruina total, no queda nada de las bóvedas, ni de los arcos, ni del coro…Nada queda en pie, sólo paredes en las que se adivinan restos de pintura, enfoscados barrocos y la firma garabateada del “yo estuve aquí”. Para los viajeros ahí queda la Ermita de las Vírgenes como si quisiera entonar el gori-gori cuando ya está muerta. 


Allí en sus faldas, como rodeando al pueblo, donde hubo agricultura, hoy hay despoblación,  desbarajuste. También una fuente, abundante y de excelente calidad que sirvió de lavadero y hoy ejerce como refresco del caminante, mientras ayer fue frescura y alimento de trigo, morcajo, cebada, c e n t e n o, avena, un poco de vino, b a s t a n t e aceite, patatas, algunos garbanzos, judías, yeros, arvejones y suficiente yerba de pastos, con los cuales se alimentaba el vellón y el cabrío a falta de granero. Todo ello perfumado por el espliego, romero, ulaga y tomillo y alguna fruta, mayormente colocados en poyos y paredes.  Sé que aquí hubo personal con habla de castellanos viejos y aunque siempre pensaron que se hablaba mejor en las ciudades, el viajero piensa que ellos, por ser de campo,  siempre poseyeron la fineza del sentir y de la soledad. Todo se les presentó a los viajeros como restos y como osamentas sin color y como fundidos con los ocres azufrosos mineros del terreno. Y de repente, como recordando, se nos mostró, apostado junto a la balsa de la fuente, hoy rincón solitario, ese último turruncunero,  hombre de campo, endurecido por toda una vida de trabajo, de soledad, de reveses y de esfuerzo pero con sensibilidad conmovedora. Allí estaba con su burro, como queriendo disfrutar del placer de ese sol primaveral, de la belleza de las flores del espino, que le tiene embelesado, tratando de recordar aquel trabajo de los abuelos intentando levantar esa  cuadra de piedra que ahora, ya vacía, se esfuerza por mantenerse en pie. Y allí lo imaginé intentando abrir el brocal de la balsa para regar su huerto, coger retama para encender su lumbre y arrancar esas reverdecidas mielgas con que alimentar sus gallinas y, al fondo, muy cerquita, casi tocándola para abrazarla, la torre de la iglesia que todavía resiste hasta el límite de lo razonable. Y es que aquí como dice Miguel Hernández en “El silbo de afirmación en la aldea”: 

“Aquí la vida es pormenor: hormiga,
muerte, cariño, pena,
piedra, horizonte, río, luz, espiga,
vidrio, surco y arena.
Aquí está la basura
en las calles, y no en los corazones.
Aquí todo se sabe y se murmura:
No puede haber oculta la criatura
mala, y menos las malas intenciones”. Vale.

Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©.

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