lunes, 14 de abril de 2014 in

La Santa Semana






La Santa Semana

Me traslado a Cartagena, como tantos años, como tantos días, como tantas primaveras, para recordar, para vivir y para sentir, fundamentalmente para sentir. Sentir y caminar a paso de nazareno, vivir la emoción de los cofrades y hasta rezar como sin que se note, con solemnidad, con respeto, rindiendo honores y profundizando en sus sentimientos y lo hago con un nudo en la garganta.

Sé, debía de ser medianamente pequeño, cuando me sentaban junto al Columbus para contemplar todo lo que unía los hachotes de los capirotes y el Trono y recibir aquellos brillantes y dulces caramelos de La Gardenia, alguna bolsita de seda roja y hasta algún sepulcro. 

Sé, qué más da, ahora también, olía a humanidad, a cirio, a incienso, a lilas, sé, porque lo recuerdo, del aroma del reparo y las torrijas, esas rebanadas de pan bien cortadas y mejor cuadradas, ahogadas en huevo y vino o leche, endulzadas con azúcar, canela espolvoreada, miel o almíbar y que Juan de la Encina ya las nombraba (“miel, y muchos huevos para hacer torrejas”).  

Por lo narrado puede parecer que acudiré a procesiones báquicas, orgiásticas, barrocas, con mantillas coronando bellas muchachas, cristos mineros aclamados con saetas como toreros. Pues no. Es cierto que estos desfiles procesionales apenas se parecen a las procesiones de La Castilla, que procedo, con Dolorosas de turbadora tristeza, Cristos con enagüillas y cirios. Crucificados ensangrentados y escarnecidos. Todo, aquí y allá, impresiona, es la expresiva participación de su paisaje, de su entraña urbana con el espectáculo respetuoso y la predisposición natural de sus gentes a lo sombrío en unos casos, y la explosiva y floreada luminosidad inundando de color y pasión las viejas calles aquí. 

Sé, por eso me traslado, que escucharé el grito desgarrador “¡Ahora. Ya está aquí. Que ya viene!”. Y sentiré, tragándomelo, el silencio de la calle, que queda casi dormida, cuando ve a los portapasos de la Virgen de La Piedad enfilar la subida de la calle del Cañón, que es donde me gusta verla. Deseo, quizás expectante y nervioso, escuchar cómo suena el primer toque de la campana del trono y cómo enfervorecen, yo entre ellos, miles de cartageneros.  Es un honor contemplar como los portapasos se echan a la Virgen a hombros y subin la cuesta con paso legionario, envueltos entre aplausos y pétalos de rosa ofrecidos desde los balcones. Y tras Ella, observar como todo entra en locura.

Siento que lo que contemplo es un espectáculo, religioso y artístico. Es el arte y el sentimiento en la calle. Es una manifestación de sentimientos, creencias, dolores y quereres. Es el fervor del pueblo, fervor de creencia, fervor de adhesión, lo que me condujo y conduce. Ante esto tengo la sensación, también la creencia y la fe, de que Dios no ha muerto. Sé que  Nietzsche anunció su muerte y Sartre la registró con frialdad de acta notarial. Sé que es la hora de la desolación y la duda. Sé que Simone Weil, “la mujer devorada por su propia inteligencia”, llegó a escribir que “el gran crimen de Dios contra nosotros consiste en habernos creado, en que existamos”. Y hasta sé que hay algo rubeniano en el pensamiento de la ensayista francesa. Y sé que es la hora de la sal y, también, de la hiel, es por eso por lo que me traslado a La Ciudad Trimilenaria de Cartagena. Vale.

Texto La Medusa Paca. Fotos  Abel F. Ros. http://qapta.es/. Copyright ©

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