jueves, 1 de mayo de 2014 in

Mayo, el mes lucido y esplendoroso








Mayo el mes lucido y esplendoroso

 
La primavera sumerge al campo, al pueblo, también a  la ciudad en un ritual de fiestas de hondas raíces culturales celebradas en las calles. Todas se engalanan. Todas cambian de luz. Todas se iluminan con blancura. Todas lucen con luminosidad de feria.  Es más, mayo es un mes importante, para algunos el más importante. Es el mes donde todo un espectáculo cromático invade los sentidos. Mientras dure mayo todo será capital de primavera. Y es que los naranjos estallan en flor, los ríos bajan caudalosos, hay necesidad de echarse a la calle y pasear por antiguos recovecos, lugares cultos, filosóficos y eternos.

Mayo es la imagen más reconocible de mi tautológica  infancia. Todo explota con elegancia desordenada. En la Región Murciana, hace poco me lo recordaron, mayo se instala en las cruces de sus placetas, en las macetas florecidas de sus patios, en el bullicio de su feria, en la garganta de sus cantaores flamencos y en el rasgueo de su guitarra, también en sus costas, cartageneras ellas y en sus cabo, ese Cabo de Palos luminoso por su faro y por su luz. Mayo es el mes que allí eligen para dividir el año en dos. Atrás queda el invierno y comienzan a partir de ahora los días calurosos y soleados en los que vecinos y foráneos buscan las sombras alrededor del naranjo, de la higuera o de esa palmera solitaria de la huerta y de la casa. 

En el Mediterráneo, mayo son cruces, patios y feria. La visita a las Cruces se realiza a la caída de la tarde cuando la ciudad, el pueblo o la diputación se convierte en territorio hechizado y en cualquier rincón suena el bullicio salido de las cuerdas de una guitarra. Las flores estallan con sus vivos colores en macetas, arriates, pozos encalados, escaleras y enredaderas que trepan por los pisos altos de la vivienda. 

Y mayo me traslada, a vista de pájaro, al roquedal donde se asienta el faro, no muy diferente a un cortado rocoso, un barranco o un berrocal. Su entorno está formado por paredones de piedra surcados por fisuras, repisas más o menos labradas, ya sea por el agua de lluvia o por el cincel del cantero natural, cuevas y oquedades y corredores estrechos. A vista de pájaro, pues, contemplo que la arquitectura y el arte tienen un claro carácter utilitario natural.

Atardece. Estoy en lo más alto, casi en la torre vigía del faro de Cabo de Palos, respiro una paz casi celestial en la hora del ocaso. El silencio aún no duerme, el tráfico rodado rellena el fondo sonoro y los pocos ruidos de esta hora se propagan por el silencio ambiental. Entre estos muros centenarios, las voces de las aves y del mar resuenan de una manera especial, con una reverberación que describe acústicamente la geometría del lugar.

Soñando, me hubiera gustado que la primera señal de la alborada me la hubiese dado un colirrojo tizón, el más madrugador, y me hubiese cantado desde el interior de aquel promontorio de su torre vigía renacentista con nombre de Santo Abad. Al tiempo, que un murmullo fuese creciendo al escuchar entre sueños la entonación monjil  abadenga, pese a los siglos de distancia, el oficio de laudes. Y mientras, escuchar el aleteo arrullador de las palomas bravías, al tiempo que hacen la rueda sobre las luminarias del plano focal en sus 81 metros sobre el nivel del mar. 

De repente, tanta armonía se interrumpió con los graznidos de una chova piquirroja posada en la embocadura del nido, en una antigua tronera. Al tiempo, una bandada proveniente de las salinas y arenales sampedranos, se escuchaba con vocinglería de gran altura.

Cuando los primeros rayos del sol iluminaron los callejones estrechos del lugar pesquero, los vencejos emprendieron sus rondas vertiginosas, a ras de suelo. Y es que todos estamos en mayo y ya atardece en el Monte de Las Cenizas. Vale.



Texto y fotos  La Medusa Paca. Copyright ©

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