domingo, 24 de marzo de 2013 in

Aquella mi Semana Santa



Aquella mi Semana Santa


Recuerdo aquellas Semanas Santas de los sesenta y de algunos años más atrás, encrespadas de negros de pena, duelo y uniformes de Guardia Civil de gala. Se me decía era tiempo de recogimiento y oración; días de penitencia. En el centro de la cocina y de la mesa camilla se lamentaba la radio invitándonos a olvidar los asuntos terrenales. Se cerraban  los cines y las iglesias se abrían y su interior mostraba las entrañas repletas de luminarias sobre montañas de guadamecíes dorados o plateados, rematadas siempre por una joya cristalina dorada, misteriosa y sacramental. 

Recuerdo la calle hacia la iglesia, trasvase de idas y venidas, vaivén de mujeres a las que el luto, como a Carmen Sotillo, la de Cinco horas con Mario, les sentaba bien y caballeros, aún en edad de merecer, vestidos de domingo.  Recuerdo aquel trasiego piadoso a la capilla en la que se instalaba el Monumento. Recuerdo un huracán de niños, oliendo a incienso, animando el silencio entre el respeto y el desdén, roto tan sólo por el pregón del predicador Corazonista y el chasquear de sonoras carracas agitadas en el aire por aquellos monaguillos vestidos con sotana negra y roquete blanco. Recuerdo como todo el pueblo, me parecía una multitud, se echaba a la calle, visitaba el Monumento para rezar entre robustos hachotes y, sobre todo, recuerdo como se hacía tiempo a la salida de la procesión. Caminatas sin principio ni fin. Como en Grávalos no había cine ni teatro recuerdo que éstos no tenían que cerrarse. Tampoco los prostíbulos, al no existir, tenían la necesidad de quedarse vacíos. Solo existía la radio, esa radio con sonido moribundo y abierto a la música clásica ininteligible que invitaba a imaginar escuchando el aria o el coral de la Pasión según San Mateo, o los dos. 

Recuerdo como en mi pueblo se cerraba el único bar que había y si el último lugareño se resistía a abandonar su rincón o su vaso se le expulsaba sin atender razones, invitándole a salir, participar o mirar, ya a la caída de la tarde, ver pasar a unos santos custodiados por “taramoscos” o trabadores bien colocados.
Las procesiones de Grávalos eran, e imagino seguirán siendo, austeras, sin lujosos sudarios y sin tribunas solemnes. Los anocheceres eran cárdenos y todo discurría a lo largo de barbechos y besanas, de macilentos muros, de estrechas callejuelas y entre casas derruidas, hondos suspiros y pardas estameñas y frías, casi heladoras noches si andaba el cierzo. Había cruces, según el peso de la culpa, algún pie desnudo, ojos apenas entrevistos más allá del capuchón que daban respeto y, en muchos casos, hasta miedo que hacía temblar a los chiquillos. 

Y recuerdo que, poco a poco, todo aquello cambió. No del todo, pero mudó. La Medusa no deseando la mudanza hoy prefiere  aposentarse en los tiempos de Larra, tiempos en los que se oía misa cada día, se trabajaba los de labor, se paseaba la tarde de los de guardar, se cortejaba hasta las diez y se estrenaba traje el Domingo de Ramos y no en una Semana Santa como si fuera un fin de semana prolongado.

Texto La Medusa Paca y fotografías Abel F. Ros: Qapta.http://qapta.es/ Copyright ©

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