domingo, 5 de mayo de 2024 in

BRUAR

 


BRUAR

“Las olas espumantes
rodaban y mugían altaneras;
el sol con arreboles deslumbrantes
teñía las riberas;
volaban espantadas las gaviotas
al aire dando sus discordes notas;
relinchaban gozosos los corceles;
chocaban los broqueles;” (Heinrich Heine)

 

Esta mañana he salido a pasear después de algún día sin hacerlo a causa de la lluvia y el viento que estos días han rondado por aquí. A la vuelta me he detenido en un chiringuito a pie de playa, llamado Magallanes, y he entrado en conversación con un lugareño de toda la vida de Dios. Y, aprovechando que el agua del mar y el viento hacían un ruido parecido, ha entrado en conversación diciéndome “que todos los sonidos están en el mar” y me ha largado una valiosísima lista entre la que ha incluido términos para poder nombrar con propiedad el ruido que hacen los mares y que, en algunos casos, yo desconocía: roncar, bramar, regolfar, borbollar, retumbar, incluso bruar, que viene del gallego bruído, al que me ha definido como bramido, ruido fuerte del mar o del viento. He pensado inmediatamente que este vocablo pudo haberse asentado en el Mediterráneo traído por algún gallego, venido a estas tierras a realizar el servicio militar en la Infantería de Marina con sede en Cartagena.

Le he recordado al lugareño que el verbo bramar ya lo utilizó y se apoyó en él Gustavo Adolfo Bécquer y se lo he ido recitando mientras lo recordaba mirando al horizonte: Olas gigantes que os rompéis bramando / en las playas desiertas y remotas, / envuelto entre la sábana de espumas, / ¡llevadme con vosotras!

Hemos seguido dialogando y ninguno de los dos hemos dado con la palabra que hable del sonido de ese ir y venir del mar arrastrándose como un fantasma por la orilla de la playa, dejando unos círculos, la mitad de una luna de arena, como si la otra siempre quedara en el agua, dibujando una suerte de cordilleras, rematadas en espuma, muy redondeadas, que es como hace con todo el mar: redondear la piedra, los vidrios, los huesos, las maderas, los siglos…

Al final los dos hemos convenido que, quizás, tendríamos que preguntar a esa caracola, varada en la orilla, por ese resonar que llevamos, también al respirar, dentro. Todo un mar, son de mar. Vale.

 

Texto y fotografías La Medusa. Copyright ©.

domingo, 28 de abril de 2024 in

23 de abril

 



23 de abril

“Todavía faltaban unos minutos antes de que comenzara el funeral. La iglesia del convento de las Trinitarias, en completo silencio, olía a humedad, azúcar y velas encendidas. Al otro lado de la reja de clausura, las monjas susurraban en un tintineo de maitines y a este lado, frente al altar, el arzobispo preparaba la extraña liturgia: en el túmulo, el hábito de franciscano de la Orden Tercera que fue el sudario del escritor, y sobre él una espada de Lepanto, unos grilletes de Orán, una corona de laurel y 'El Quijote de Ibarra'. “Todos en pie”, ordenó el arzobispo. “Hoy te pedimos, Señor, por el alma de Miguel”. (María José Solano)

El Día del Libro, siempre el 23 de abril, es una fecha simbólica de la literatura universal al coincidir con la muerte de los escritores William Shakespeare, Miguel de Cervantes e Inca Garcilaso de la Vega. Es más, William Wordsworth o Josep Pla también fallecieron ese día, mientras que también un 23 de abril nacieron autores como María Zambrano o Manuel Mejía Vallejo.

Este año ya hemos despedido al día y yo he vuelto a recordar a ese trapero que acudía en ocasiones a la plaza de mi pueblo a la que afluían las mujeres de la villa para intercambiar por trapos viejos, menaje de cocina. Creo recordar que el baratillero acudía a trocar, más o menos, como dos veces al año. 

Estas imágenes siempre quedaron en mi retina y siempre vuelven cada año en el Día del Libro al leer a los autores del Siglo de oro e interrogarme qué utilidad les daban los traperos a esos humildes, sucios, reciclados y mestizos materiales que nuestras madres trocaban por sartenes, ollas de barro, cuchillería y hasta alguna mantelería.

Hoy sonrío al comprobar cómo el trapero, siempre acompañado de su hermana, recogía calzones de labriego, briales de dama, greguescos de algún soldado que hizo el servicio militar en Regulares, el herreruelo de algún noble ya fallecido, las primeras sábanas de la dote, las viejas cortinas de húmedos y oscurecidos ventanales, algún velo de mujer piadosa, el jubón de un cortesano, los harapos, como de mendigos, los paños de altar, telas roídas de alforja, viejos sacos de pita, deshilachados cordeles de cáñamo, deslucidas toquillas tejidas a agujas con viejas lanas, paños que, alguna vez, vistieron adefesios, manteles con manchas de vino, las galas de un difunto…sin o con “Los cuernos de don Friolera” que más tarde, siempre siendo ropa vieja, vendían para fabricar la pasta del papel.  

 

Sobre estos atuendos, atavíos, ajuares humildes de familias bien, venidas a menos, ya reciclados, pudieron imprimirse las églogas de Garcilaso, las comedias de Lope de Vega, El Quijote de Cervantes, los aforismos de Gracián, los sonetos de Quevedo, las octavas reales de Góngora y la Noche oscura del alma de San Juan de la Cruz.  

De una u otra forma, antes igual que ahora, los libros están hechos del mismo tejido, confuso y deslumbrante que la vida. E, igual que los vestidos, nos abrigan, nos acarician la piel, nos velan o nos desnudan, nos adornan, nos alegran, nos hacen soñar, expresan nuestro duelo, nos significan, nos permiten transitar la frialdad del mundo.

Esta es la maravillosa alquimia del libro y la literatura que de niño no entendía y ahora hasta me entretiene. Sigan leyéndola. Vale.

PD. Pasado un tiempo el trapero y su hermana abrieron una tienda de regalos en Logroño que, paradojas de la vida, la denominaron “La Barata”.

 

Texto y fotografías La Medusa. Copyright ©.

 

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