sábado, 10 de febrero de 2024 in

¡Sólo el almendro!

 

 

¡Sólo el almendro!

¡Qué alegre almendrera!

¡Qué alegre mi almendro!

¡Que alegre mi campo!

¡Qué alegre mi cielo!

¡Qué alegre mi paso!

¡Qué alegre mi verso!

¡Qué alegre mi almendro!

¡Qué alegre almendrera!

 Estamos en la semana del carnaval entre el Jueves Lardero y el Miércoles de Ceniza. Ha pasado San Blas y ya han llegado las cigüeñas, las acabo de ver conviviendo con los flamencos en las salinas de san Pedro del Pinatar y portando en sus picos algún insecto, alevines de mújoles, diminutivos reptiles y hasta ese zampullín recién salido del huevo. Y aquí entre salinas, mares y azahares ya han florecido los almendros de hoja malva, porque no tienen miedo a la impiedad del posible venidero hielo. Se dice en el poema de Miguel Hernández “Rosa de almendra”:


Propósito de espuma y de ángel eres,
víctima de tu propio terciopelo
que, sin temor a la impiedad del hielo,
de blanco naces y de verde mueres.

¿ A qué pureza eterna te refieres

con tanta obstinación y tanto anhelo?
Ah, sí, tu flor apunta para el cielo
en donde está la flor de las mujeres.

¡Ay! ¿por qué has boquiabierto tu inocencia

en esta pecadora geografía,
párpado de la nieve, y tan temprano?

Todo a tu alrededor es transparencia,

¡ay pura de una vez cordera fría,
que esquilará la helada por su mano!


Las flores de almendro son esas mimosas, ternuras majestuosas que pintara Van Gogh para su sobrino y ahijado recién nacido. No me extraña que en el pasado se les adorara. Los trajeron a España los romanos desde la Mesopotamia para, en el mundo clásico, arrojar las almendras en las bodas.

Cada vez florece antes el almendro. Es la primera flor después de las mimosas, antes que los lirios y las violetas, y, según Quevedo, antes también de la ostentosa rosa, estrella del parterre, que sabe enfrentarse a los calores salvajes.

 Las cigüeñas cada vez emigran menos. Se quedan en nuestros inviernos africanos, con las alas de par en par para acariciar el aire, y siguen haciendo nidales sobre las antiguas chimeneas. Cada día las contemplo en mis paseos como surcan como un velero las lagunas salineras y como se posan amigablemente en las ruinas de los molinos del Campo de Cartagena. También es muy raro ver a las lechuzas, porque no suelen verse y porque cada vez se oyen menos volar y volar entre los molinos. Ya no entran de la mano con Antonio Machado por los ventanales de la catedral para beber aceite del velón de Santa María. Vale.

“Por un ventanal,
entró la lechuza
en la catedral.
San Cristobalón
la quiso espantar,

al ver que bebía
del velón de aceite
de Santa María.
La Virgen habló:
Déjala que beba,
San Cristobalón.”

Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©.

 

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