viernes, 29 de octubre de 2021 in

Paseando por Lo Pagán

 



Paseando por Lo Pagán

 Ayer naciste y morirás mañana.

Para tan breve ser, ¿quién te dio vida?
¿Para vivir tan poco estás lucida,
y para no ser nada estás lozana?” (Góngora)

 

Ayer por la mañana, caminando sin rumbo, me senté en un banco, haciendo un alto en mi caminar, para descansar en una plaza del paseo, colindante con la playa de Villananitos. El sol iluminaba el cielo en lo que parecía un tibio día de finales de octubre, cuando el calor todavía seguía apretando por los arenales, trochas y veredas de los saladares Mar Menor.

La fisonomía de la pedanía y de este bulevar junto a la lonja de pescadores no ha cambiado mucho desde que yo llegué a esta zona para instalarme en Garnacha a finales de los 90. Casas de una planta construidas hace más de un siglo, calles estrechas y reducidas avenidas, luminosos y espaciosos bares nocturnos abrazando La Curva, algún chiringuito, balnearios sobre el mar, pequeños comercios y gentes, mayormente pescadores, de clase media baja. Y en el verano, sobre todo, muchos bañistas, guiris veraneantes y en el otoño e invierno muchos ancianos.

Cuando tomé el poyete para descansar había en el bulevar alrededor de veinte personas de más de 70 años, casi todas solas, con aire ausente y como si esperaran a alguien que no iba a acudir a la cita. Uno leía el periódico, otro miraba la pantalla de un móvil y los que más observaban a los paseantes.

Una escena me llamó la atención: una mujer de unos 40 años, probablemente ecuatoriana, con mascarilla y una mochila a sus espaldas, estrechaba las manos a un anciano de pelo blanco, que vestía un anorak gris, de más de 80 años. A su lado, había una silla de ruedas con una bolsa de la panadería José Antonio. La mujer subía y bajaba rítmicamente, siguiendo una partitura misteriosa, las manos del viejo. Le acariciaba la cabeza y le sonreía. Se levantó y le dio un prolongado beso. Y de los ojos del anciano brotaron algunas lágrimas. No parecía su hija ni tampoco una empleada.

Pasados diez minutos, la mujer, ayudada por una amiga que se presentó en el lugar, cogió al hombre y le ayudó a ponerse en pie. Empezaron a caminar muy lentamente. Ella llevaba la silla vacía, mientras guiaba al hombrecillo encorvado, que andaba de forma titubeante, como si fuera a ser arrastrado por ese ventarrón de Lebeche, que azotaba. Desaparecieron, para resguardarse, por una bocacalle, cerca del famoso restaurante Venezuela.

Nadie había reparado en los gestos de esa mujer anónima que movía las manos del viejo, las elevaba hacia el cielo e imitaba con ellas la forma de una ola. Y nadie había percibido aquellas furtivas lágrimas y el absoluto abandono de aquel anciano que, por unos minutos, había sentido que todavía seguía formando parte de la comunidad de los vivos.

Más tarde y desde la misma atalaya vi a un hombre de mediana edad entrar en una casa de apuestas; a un borracho acodado en la barra del bar; a unos niños disfrutando de unos cordiales comprados en la cercana confitería-cafetería- panadería José Antonios; a una anciana que llevaba penosamente su carrito de la compra; a un deficiente mental que aullaba como un lobo por la calle del brazo de su madre y a un pordiosero recogiendo las colillas del suelo con la finalidad de liar y fumar un cigarro sobrado de nicotina. Almas solitarias en una mañana cualquiera de esta pedanía playera.

Las cosas más pequeñas son las más grandes. En cada instante está el pasado y el futuro, toda la eternidad. Y viajamos en ese fluir incesante del tiempo en el que el camino que baja y el que sube son uno y lo mismo, en palabras del sabio y enigmático Heráclito. Sobran las predicas y las palabras y faltan gestos como los de esa mujer que logró que este mundo fuera mucho mejor al entrelazar las manos de un anciano. Serán grabados del otoño. Vale,

Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©

 

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