domingo, 12 de mayo de 2019 in

Ya junto al mar





Ya junto al mar

Tengo apuntado en mis notas: “Me reencuentro con una vieja metáfora”. Pero no he anotado la metáfora; seguramente porque era lo de menos, y lo importante, la sonoridad de la frase. Siempre he tenido debilidad por la pura fantasía lingüística. Una vez, de niño, me enteré de que en las noches australes brillaba una constelación que se llamaba la Cruz del Sur. ¡La Cruz del Sur! Repetí cien mil veces ese nombre, y todavía se me ensancha el corazón.

Estoy en la orilla del mar y esta mañana, contemplando a los dos bañistas de siempre, emulando con su pose de lectura al Ángelus de Millet, encontré este poema que escribió Hannah Szenes cuando tenía 21 años y que tituló Marcha a Cesárea.

“Dios mío, que nunca acaben
el mar y la arena,
el murmullo del agua,
el brillo del cielo
la oración del hombre”.


Durante el viaje hasta llegar a la única salina genuina entre dos mares he tenido que pasar cerca del Castillo del Cid -ese que aparece hasta citado en el poema épico de 1140-. Hay sol duro, casas negras, ennegrecidas por el invierno, ya entoldadas y a punto de ser enjalbegadas y un viento que se cuela por las dunas que dejó esa inoportuna DANA de días pasados y que parece silbar. En la ruta, el verde de los campos acompañándome.

Y hoy 12 de mayo, por fin, he sentido calentar de verdad, y por primera vez en esta primavera, el sol sobre la playa. Las mañanas han dejado de ser frías; el sol es fuerte y rojo. La oscuridad llega tardía. Las estrellas del cielo van encontrando sus nombres.

En la calle he oído decir que ya están regresando los pájaros y lo noto al estar rodeado de mirlos, gorriones, gaviotas, vencejos, golondrinas, aviones y jilgueros.

Las mareas ya no azotan y han dejado de derribar lienzos de las escolleras del puerto. La Pedanía comienza a dejar de estar triste, notoriamente alborozada. Y ya se ven por la calle marinos forasteros. Al caer la noche comienzan a encenderse los faroles de los restaurantes y las guirnaldas de luces bajo los emparrados de los patios. Hay una sensación indefinida de regocijo y hallazgo, como si una promesa antigua ya hubiese sido.

La casa —donde había una mujer— está oreada. En el suelo del dormitorio ya aparecen tiradas sus sandalias de playa.

El jardín parece recuperado; algunas hojas están cogiendo un color sublime de “verde que te quiero verde”.

En fin, el mundo es otro. Algunos se acercan a la arena con sus enseres y sus hijos, siguiendo a las gaviotas. Cada día parte un tren diurno, que va repleto.

Con la bajamar, un monstruo marino ha varado en la playa de “La Llana”; el olor de su carne blanquizca se difunde por el aire hasta el puerto sampedrano y más allá de las encañizadas.
En el mercadillo del pasado jueves se presentó un predicador vestido con un ropón de estameña. Hablaba a voces, subido a unas cajas de madera. Decía que esto pasará. Juraba que habrá más calor, que vendrán días oscuros y morirán todas las hojas; pero que un día todo lo volveremos a ver cómo era antes.

Quisiera creerlo; en verdad quisiera creerlo. Vale.

Texto y fotografía La Medusa Paca. Copyright ©

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