sábado, 6 de abril de 2019 in

Alguna vez fuimos Alfanhuí






Alguna vez fuimos Alfanhuí
“Si la cabeza cortada, que, como una piedra más, rueda hacia el mar por la empinada ladera pedregosa, acelerándose en rebotes cada vez más largos, pudiese, antes de ahogar su voz en el fragor y en la espuma de las olas que han de estrellarla contra el acantilado, gritar el nombre de la amada, no cabe duda de que lo gritaría, sin hacerse cuestión de la inutilidad de malgastar así su aliento postrimero”. (Rafael Sánchez Ferlosio. Vendrán más años malos y nos harán más ciegos. (1993)
“La loba se agitaba de costado y abría su boca sangrante, mostrando los colmillos, que mordían el aire en vacías dentelladas, fallidas entre la tierra y la fusca del suelo, como queriendo segar los hilillos de la hierba naciente. El matador había cargado de nuevo su escopeta y ya les decía a los otros que se quitaran de delante, pero el pastor lo detuvo por un brazo”.Dientes, pólvora, febrero. Rafael Sánchez Ferlosio”.



La parábola de los ciegos (Pieter Brueghel el Viejo).

Aunque mis coetáneos, amigos y paisanos no hayan leído, quizás porque no lo conocían, el libro de Sánchez Ferlosio, “Industrias y andanzas de Alfanhuí” (1951), ese que le costeó su madre (13.000 pesetas, 1.500 ejemplares, 25 pesetas cada uno) con un dibujo del propio Rafael y que se lo dedicó a Carmen Martín Gaite, Carmiña, que entonces era su novia, sí  hemos ejercido y en muchas ocasiones vivido, todos juntos, con las mismas edades, en el mismo pueblo y en el recreo de la misma escuela rural unitaria y aun sin tener los ojos amarillos como el alcaraván, y siendo chicos fuimos  amigos de los lagartos, también del gallo de una veleta que nos enseñó muchas cosas sobre los colores. 
Nosotros, esos niños de escuela rural y unitaria de los años 50 también fuimos, como Alfanhuí, espectadores itinerantes, niños extraños, pero reales que, entre andanza y andanza, alguna correría y peripecia, crecimos espabilados, incluso sabios a nuestra manera y quizás hasta más tristes envueltos en esos ensueños que nos envolvían dentro de esa artificiosa fantasía de una ilusión. Nosotros, esos niños de escuela rural y unitaria tuvimos algo de Lazarillos, pero sin la penuria del mísero, en ese nuestro viejo pueblo y en sus polvorientas rutas que, como Alfanhuí, recorrimos para nuestro deleite de críos. 

“El gallo de la veleta, recortado en una chapa de hierro que se cantea al viento sin moverse y que tiene un ojo solo que se ve por las dos partes, pero es un solo ojo, se bajó una noche de la casa y se fue a las piedras a cazar lagartos. Hacía luna, y a picotazos de hierro los mataba. Los colgó al tresbolillo en la blanca pared de levante que no tiene ventanas, prendidos de muchos clavos.  Los más grandes puso arriba y cuanto más chicos, más abajo. Cuando los lagartos estaban frescos todavía, pasaban vergüenza, aunque muertos, porque no se les había aún secado la glandulita que segrega el rubor, que en los lagartos se llama “amarillor”, pues tienen una vergüenza amarilla y fría. Pero andando el tiempo se fueron secando al sol, y se pusieron de un color negruzco, y se encogió su piel y se arrugó. La cola se les dobló hacia el mediodía, porque esa parte se había encogido al sol más que la del septentrión, adonde no va nunca.  Y así vinieron a quedar los lagartos con la postura de los alacranes, todos hacia una misma parte, y ya, como habían perdido los colores y la tersura de la piel, no pasaban vergüenza. Y andando más tiempo todavía, vino el de la lluvia, que se puso a flagelar la pared donde ellos estaban colgados, y los empapaba bien y desteñía de sus pieles un zumillo, como de herrumbre verdinegra, que colaba en reguero por la pared hasta la tierra. Un niño puso un bote al pie de cada reguerillo, y al cabo de las lluvias había llenado los botes de aquel zumo y lo juntó todo en una palangana para ponerlo seco”.

Nosotros fuimos Alfanhui, también niños que, inconscientemente, deseábamos preservar nuestro propio mundo y hasta nos resistíamos a dejarnos integrar en el de los mayores. Luego, un gallo de veleta, ese de la torre de la iglesia, desaparecido con la remodelación, nos enseñó a cómo entender la dirección y los nombres de los vientos marcados por ella, a observar el color rojo del sol al saliente y al poniente, porque “lo rojo de los ponientes era una sangre que se derramaba a esa hora por el horizonte, para madurar la fruta, y, en especial, las manzanas, los melocotones y las almendras”. 

Las andanzas de Alfanhui y las nuestras fueron toda una serie de minúsculos sucesos fantásticos que convivieron con nuestras andanzas y con cualquier alcaraván con nombre de grito y con ojos amarillos. Alfanhui, profundamente abatido, como nosotros cuando volvíamos a casa agotados del quehacer desarrollado en esa nuestra querida escuela rural y unitaria, halló, hallamos en el desván esa vieja silla de enea, descompuesta, cuyas patas “habían echado raíces en la tierra aluvial de las tejas”, hasta el punto de que “nacían de los dos remates del respaldo de la silla unas ramitas verdes con hojas y cerezas” y apropiada para el asueto. Descansamos hasta que todos juntos, como si fuese un juego, vagamos por la diversidad de nuestro terruño, hasta que un día nuestra melancolía desapareció jugando con una liebre en un campo nevado. Vale.

Rafael Sánchez Ferlosio, descansa junto Alfanhui en tu guerra eterna. Amén.


Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©

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