La realidad de nuestro verano
La realidad de nuestro verano
“Pero algo, Urbión, no duerme en tu nevero,
que, entre pañales de tu virgen
nieve,
sin cesar nace y llora el niño
Duero.” (Gerardo Diego)
Los viajeros vienen de Villamediana de Iregua. Han
vuelto a ver desde la plaza del pueblo de Montenegro, ya en la provincia de
Soria, en una mañana clara y serena, la magia de la salida del sol sobre la
sierra del puerto de Santa Inés. Por estos días agosteños, las alturas,
todavía, se muestran exuberantes. El campo está de lujo. Los ribazos son un
tapiz de flores, una policromía. Las lluvias de abril y mayo pintaron este año
buena cosecha.
Entre el ir y venir de este verano, del mar a los
trigos, reanudo los relatos en La Medusa haciendo parada en esos pequeños
pueblos sorianos, teniendo al fondo el Urbión y La Cebollera, a donde llegamos
los viajeros cuando apuntaba un día claro de agosto.
Esta vez la ruta es desde Soria. Y todo pretexto ha
sido bueno para andar unos días por tierras sorianas, atravesando el páramo de
enebros, rodales de arbustos y matas de espliego, campos de esparcetas ya
dallados, hierbas agostadas de los prados y blanqueantes rastrojeras de
trigales y cebadas ya cosechadas, tratando de describir la hermosura de caminos
angostos, incipientes manantiales y fuentonas o nacientes cauces de ríos
cuajados de juncos, mariposas, jilgueros y chopos entre gargantas abruptas que
se hunden entre montes descarnados que, por veredas de cabras, condujeron a los
viajeros a contemplar casas irregulares, oscuras y deformes con adobe de barro
y paja, con entramados de madera de sabina y construcción en zarzos
desvencijados por la carga de los años y el peso de sus techumbres, tejas y
aleros, hasta tomar conciencia que los señores de estos pueblos no necesitaron
acabar con el románico para hacerse más grandes ellos. Por eso hemos visitado,
valió la pena, iglesias, hemos entrado a verlas y allí nos hemos encontrado con
buenos materiales en sacristías, templos, camposantos, baptisterios y museos.
Hemos rondado por pueblos, poblados, villas, aldeas y municipios. Nos hemos
parado a hablar con el vecindario y pobladores-ciudadanos, nativos e indígenas,
y cual pertenecientes a su tribu, raza, clan, casta, linaje y familia hemos echado
un bocado en una venta de carretera del poblado de Villaciervos que, para los
viajeros, fue la casa del mejor comer en sus andanzas parameras. Allí nos
topamos con el amo, el Gil y, poniendo en práctica nuestra costumbre, nos
callamos y quedamos atentos a sus jugosas explicaciones, y como íbamos de poco,
pedimos unas sopas de ajo a la soriana, una paletilla de cordero al horno y un
arroz con leche casero, sin canela el mío, mientras el Gil se extendía en este
par de consejos por si eran de menester.
Uno.
Tomen cuanto jamón, chorizo y pan de hogaza les
ofrecieren, y beban en todas las fuentes.
Vuélvanse a mirar atrás, desde los recodos de las
cuestas, cuando marchen de un pueblo hecho en valle, en cerro o en ladera.
Procuren escuchar la codorniz y la calandria en el
final del calor veraniego, los tordos si anduvieran en otoño, el soplar del
cierzo si es invierno y las esquilas y el balar de los rebaños en cualquier
lugar y tiempo.
No tengan inconveniente hablar con todos los viejos
que se encuentren.
Dos.
Como no necesito recordarles que lleven la obra de
Machado en el bolsillo, aprovecho para mandarles que incorporen en su morral
“El santero de san Saturio”, de Gaya Nuño.
Y como ya es tiempo en el que las noches comienzan a
ser largas, pongan, también, las leyendas de Bécquer, al menos, las que sitúan
en la tierra que visitan y me agradecerán que les aconseje releerlas.
Saben que gentes del 98 escribieron bellamente acerca
de las tierras sorianas. Y que aquí y en ellos abrevaron, casi siempre bien,
significados epígonos. Podría serles de utilidad rememorarlos.
Y hasta hallarán a vuestro paso pruebas emotivas de la
reciedumbre plástica de la pluma de Delibes.
Pero, si carente de tiempo, hubieren de aligerar las
prelecturas, echen entonces, al menos, un texto raro de Galdós. “El caballero
encantado”. ¡Qué cruda, qué hermosamente supo palpar Don Benito estas tierras
cuando a tan sugerente señor se las dio por aposento!
Y, una vez que sigan su camino, descabecen la siesta
en las umbrías halagadoras de las nogalas, un paraje hermoso, muy hermoso.
“De
lejos vivo en mi pueblo,
pueblo
que es villa, no aldea,
con
cuatro ríos que corren
y
un sol que los rejonea.
Ríos
que, huyendo de Urbión,
de
camino rezos rezan,
con
peces volatineros
que
en la tarde su arte estrenan...
Cerca
aún corren las calzadas
cantando
canciones viejas,
lo
que dicen no se entiende,
Solo
el Duero las recuerda.
Las
sendas que antes yo andaba
ya
no andan, que se están quietas,
sólo
casi yo las ando
y
desando para verlas.”
(Vicente
García de Diego)
Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©
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