jueves, 30 de noviembre de 2017 in

Cuando el invierno comienza a tomar asiento





Cuando el invierno comienza a tomar asiento

“Os anuncio que ahora es un espíritu
tan leve como invicto, el que se acerca
esta tarde de otoño a visitarme
con un tierno mensaje inmarcesible
cuando el paisaje se desnuda, lento,
de su fronda caduca y enfermiza...”. (Francisco Sánchez Bautista)

Comienzo la confabulación cuando el invierno se deja caer para iniciar la alianza de viento helado y nieve mostrando mi ciudad como la más acogedora. Tiritando y sin sol en la calle, ésta es una buena época para recorrer cualquier núcleo de ciudad antigua, mejor, si puede ser auténticamente castellana, donde su sobria elegancia marque los edificios, sus rosetones y retablos, sus piedras de brillo gótico, barroco o modernista, muestre esas confiterías exquisitas y hasta aquellos mesones donde entregarse a la olla podrida o al lechón, y a lo posible, hasta hacer compatibles monasterios y juerga nocturna. Y es que es aquí donde los rosetones, agujas, retablos y hasta moragas toman, más que nunca, sentido.

Me saludan los nubarrones e intento guarecerme de ellos adentrándome por esos callejones de otro tiempo con ropa tendida y olores a ollas podridas donde hasta se apostan las cigüeñas y unas colgantes escaleras me abren las puertas de un frondoso parque. Inicio mi paseo tenebroso o romántico, según. El baile de estos continuos callejones recrea un ambiente rural-provinciano, aluzado con farolas en los muros y olor a guiso de antaño y señoras, saliendo de misa embutidas en sus abrigos de pieles, mientras que el repique de sus zapatos me conduce hasta el pórtico de la iglesia para recordar que aquí la religión fue hace siglos como el pan.

Sigo paseando la ciudad al tiempo que el gris y el marrón dan paso a un festival de color: el Ayuntamiento, de piedra, rompe el jolgorio de las fachadas e impone cordura. Junto a él, la confitería, un local antiguo de madera donde me animo a comprar las famosas yemas, mantecadas y cordiales. El café lo tomaré en esa tasca, la más parecida a ese único bar de pueblo, un local obsoleto con mesas y sillas retro donde suele jugarse al guiñote la consumición cuando el tiempo hace malo y por la tarde. Los colores hace tiempo se pararon en seco en la villa, aportando nostalgia al pueblito que se la quitan las perfectamente labradas piedras chinas del malecón del puerto.

Y como escribía el poeta: “he recorrido todo el pueblo/ calle por calle/ plaza por plaza, y solamente he visto/ abandono y desolación. En esta casa ¿quien vivía? / ¿quién se asomaba a este balcón? / ¿Tenía flores esta reja/ y su doncella con su amor?”

Despierto de mi conchabanza deseando volver a juntarme con los hacendados de las tierras que viven lejos, en la ciudad. Y recapitular esas tareas tradicionales, de la siembra a la trilla, ya desaparecidas. Y auspiciar aquellos viejos molinos y añosos trujales, hoy desatendidos o abandonados. Y desempolvar esas artesas, hoy arrumbadas. Y volver a encender esos hornos, hoy apagados. Pero no, soy consciente de que aquí ya no hay quien arrime el hombro en la vereda común, ni hay semejantes con quien compartir los tiempos de ocio convenidos, ni tiempo para el esparcimiento. Tampoco hay niños para competir en el juego-pelota ni mujeres que se reúnan para jugar a la brisca, aunque la baraja de Heraclio Fournier ocupe todavía ese lugar de honor en la mesa de la cocina y en el aparador de la sala de estar. Ya no hay personal para confundir trabajo y fiesta. Vale. 

“Con los mínimos días de noviembre
vendrán los leves pájaros del frío
buscando la tibieza de los huertos”. (Francisco Sánchez Bautista)

Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©

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