jueves, 23 de noviembre de 2017 in

A tomar el aire ¡Qué pequeño gran lujo!










A tomar el aire ¡Qué pequeño gran lujo!

Árbol, mi corazón te envidia. Sobre la tierra impura,
como una prenda santa me llevaré tu recuerdo.
Luchar constantemente y vencer, reinar sobre la altura
y alimentarse y vivir de cielo y de luz pura…
¡oh vida! ¡oh noble suerte!
¡Adelante alma fuerte! Traspasa la niebla
y arraiga en la altura como el árbol del peñasco.
Verás caer a tus pies la mar airada del mundo,
y tus canciones tranquilas irán con el viento
como el pájaro de la tormenta. (Costa i Llobera)

Acabo de leer una serie de poemas, he ahí la muestra, del poeta y sacerdote mallorquín, quizás no muy conocido, Costa i Llobera, (Pollensa, Mallorca; 1854 – Palma de Mallorca; 1922). Me han inspirado, me he puesto a escribir al mismo tiempo que me está apeteciendo salir a pasear por la espesura para sentir y vivir aquella frase que Hipócrates dejó escrita: “para hacer un buen diagnóstico de un paciente, antes de mirar el cuerpo, hay que mirar dónde vive”. Ciertamente los versos del poeta han sido una saludable y evocadora invitación pacífica de echarme al monte. Aunque este año, debido a la “pertinaz”, cada paso gime como un chasquido.

Mi deseada ensoñación ha sido cumplida y la ruta está transcurriendo por ese pueblito en el que la mayor parte de sus pocos moradores no están ya ni para acercarse al monte ni para ir repartiendo abrazos a los árboles. Mi caminata está marcada por encinares, pinares y por esos inmensos robledales: el robur “roble” de los latinos que nos legó el envidiable adjetivo “robusto” al que nuestros venerables ancianos hoy, a las puertas del invierno, ya no le piden fuerza, sino calor. Y es una lástima. ¡Y qué poder calorífico tiene esa leña! ¡Lo que calienta y las veces que calienta…! Recuerdo a los mayores de mi pueblecito y hasta los veo ir al monte con hachas y tronzadores para seccionar las carrascas por los pies, arrastrar lo cortado hasta ese punto que permita la llegada del carro, galera o remolque, limpiar ramas, hacer la carga, descargarlos, trocearlos en al menos dos tamaños, para la chimenea y para la cocina, colocarlos cual constructores de perfectos y delineados muros y fantasear… ¡Oh, la corta de la leña! ¡Qué recuerdos! Nunca olvidaré el sonido de las hachas invisibles en la dehesa, aquella “música” del monte y el ¡ris ras!, ¡ris ras! de los tronzadores en el zaguán de la casa los días de frío y nieve.

Les estoy narrando el paseo ensoñado, dado como si fuese un baño de otoño y como terapia que me llena de felicidad que me ha llegado, así, de repente, como estimulante, después de saborear esos versos del poeta mallorquín guardados en mi mochila. Y lo hago sobrellevando estos días de otoño seco y frío, pero luminoso y apacible que me han invitado a adentrarme en el monte en busca de sosiego espiritual. Es lo que en Grávalos, mi pueblo, se llamaba y, supongo, seguirá llamándose un “cambiar de aires” que me hace recordar aquellos retornos al pueblo, escapando de la ciudad, después de nueve meses estudiando, encerrado en un internado, con aspecto débil y enfermizo, la tez pálida y los ojos metidos en las cuencas y esas frases que me decían los vecinos con los me cruzaba: “¿Qué? ¿A tomar el aire?”. Y que respondía: “Sí, aquí se respira que da gusto”. O algo parecido.

El caso es que unas semanas después, cuando el estudiante se despedía para volver al tajo, todo el mundo notaba que presentaba un aspecto mucho más saludable, que contrastaba vivamente con la pinta que traía cuando llegó. Que su rostro aparecía curtido y su mirada mucho más luminosa. La gente atribuía la evidente metamorfosis a los largos paseos por el campo, especialmente a las incursiones por las veredas del monte. Y lo cierto es que acertaban. Eran otros otoños, eran y serán los otoños de  “baños de bosque”.

He despertado de la ensoñación y soy consciente de haberme sumergido en la colorida belleza del carrascal después de contemplar el esplendor de algún suelto acebo, andar pausadamente sobre la alfombra del gayubar, oír en la hondonada el repiqueteo del pájaro carpintero, percibir los fuertes aromas de alguna solitaria sabina, de las estepas, del romero y del espliego salvaje, probar los frutos silvestres -gayubas, escaramujos, bizcobas, endrinas…, recoger setas cuando las había, recorrer las veredas del viejo chaparral, donde en cualquier momento puede saltar la liebre o levantarse el bando de bravas perdices. Sumergirme en el silencio hondo del pinar, observar sobre la cabeza el alto vuelo del cuervo o la majestuosa presencia del águila y hasta estar seguro de que el bosque siempre me agradecerá esta ensoñación.

Y después del paseo volver a recordar a Hipócrates, mencionar dichos de mis vecinos, y hasta reírme de aquellos tiempos de mi infancia y juventud, nunca olvidadas, rememorando lo que Dostoievski decía de la risa: “Si quieren ustedes estudiar a un hombre y conocer su alma, no presten atención a la forma que tenga de callarse, de hablar, de llorar, o a la forma en que se conmueva por las más nobles ideas. Miradlo más bien cuando ríe”. Vale.

Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©

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