lunes, 7 de noviembre de 2016 in

Como si el viaje hubiese sido a Ítaca




Como si el viaje hubiese sido a Ítaca

“Cuando emprendas tu viaje a Itaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.
No temas a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al colérico Poseidón,
seres tales jamás hallarás en tu camino…//
Ni a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al salvaje Poseidón encontrarás,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no los yergue tu alma ante ti”. (Itaca, Kavafis)

Y así fue, cumplimos los consejos de Kavafis. Viajar no es solo desplazarse de un punto A a otro B. Y así fue y le hicimos caso a Constantino porque lo importante es el camino y lo que aprendemos mientras lo recorremos. 

Y así fue porque al emprender nuestro viaje por tierras de Cuevas de Almanzora, Palomares, Villaricos y detenernos en el chiringuito Mao nos vino a la memoria la descripción de Juan Goytisolo en su libro Campos de Mijar: “donde Almería se extiende al pie de una asolada paramera cuyos pliegues imitan, desde lejos, el oleaje de un mar petrificado y albarizo”. Y fue allí donde llegamos a entender la vida como un viaje. 

Ciertamente el viaje, como relata el poeta constantinopolitano, fue de recorrido largo, con alguna aventura y alguna experiencia gratificante para llenar el morral. Todo él estuvo envuelto en esa nube itacense que llegó a revestir todo ese lejano Este andaluz, a lo largo de su centenar de kilómetros costeros. Tan cinematográficos. Tan fascinadores por sus desérticos paisajes. Todo él como una geoda ciclópea, caletas fotogénicas y semicirculares en los que la Naturaleza ha excavado a su capricho presuntuoso ese su paisaje de arenisca. Nos impresionaron esas cuevas artificiales protegidas con rejería para evitar hoy usos insalubres. Sus aguas cristalinas. Los niños chapoteando en las pozas donde se “cocía” -remojaba- el esparto. Y a uno y otro lado de los mojones, Almería y Murcia. Alguna torre-almenara y esas calas capaces de combatir las mayores arideces.  

Y allí rodeado de tierras volcánicas, negras, esas que dicen esconder todavía en esos terrenos que fueron labrados y regados, el lugar donde midieron el suelo las cuatro bombas termonucleares -65 veces más destructivas que las de Hiroshima-, mezcladas con una lluvia de pedazos de los fuselajes de ambos aviones, en llamas tras empaparse del combustible derramado por la aeronave nodriza y ahora sepultados bajo medio metro de tierra descontaminada, donde llegaron a enterrarse cantidades indeterminadas en un pozo construido al efecto con un índice de radiación medio.


Y allí fue, en la playa de Quitapellejos, bonito nombre para tal circunstancia, donde nos dicen se bañó Don Manuel Fraga Iribarne, en un alarde de descontaminación por aquello de la bomba, donde hoy como refugio de penados se nos muestra para divertimento el chiringuito-discoteca Mao, olvidadizo de la radiación y como deseando esconderse en medio de una micro-selva inspirada en los viajes que el propietario pudo realizar por esos kilómetros de costa y copiar modelo. Es esta playa de Quitapellejos una playa aislada, compuesta de restos de arena-grava que suele mezclarse con flamboyanes, tulipanes, y hasta una barca de época cargada con frutas evocando un mercado flotante. Obras de arte exóticas. Sonido de agua. Un papagayo. Tumbonas de mil colores con mesitas propias para tomar piñas coladas y algún que otro mojito. Tenderetes de venta de ropa y, al fondo, los restos de una torre almenara, útil antaño para precaverse de Barbarrojas y Cachidiablos desde la cual los torreros pudieron encender hogueras o lanzar humadas en señal de peligro, cuando los malos arribaban de noche y desembarcaban al alba. Y cuando la caballería acudía presta tras el toque de rebato y el bandidaje ya se había consumado. Eran los tiempos del XVI y XVII cuando dormir a orillas del Mediterráneo conllevaba un riesgo innegable de despertar cautivo en Berbería. Piensan los viajeros que más que torre debió de ser todo un fortín defensor de la almadraba. No en vano tenía que evitar, a ras de mar y carente de defensas naturales, las aguadas de los buques corsarios casi a nivel del mar. 

Y al final, contemplando las infinitas caravanas allí aparcadas, reflexionamos sobre esa mucha concurrencia cansada o aburrida con su vida, instalada aquí para romper con todo, conocer nuevos sitios, vivir nuevas experiencias, ver cómo vive otra gente y descubrir qué se esconde más allá del horizonte. Vale.

uTexto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©

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