Paz y nostalgia
“Si
el corazón perdiera su cimiento,
y
vibraran la tierra y la madera
del
bosque de la sangre, y se sintiera
en
tu carne un pequeño movimiento
total,
como un alud que avanza lento
borrando
en cada paso una frontera,
y
fuese una luz fija la ceguera,
y
entre el mirar y el ver quedara el viento,
y
formasen los muertos que más amas
un
bosque ciego bajo el mar desnudo
-el
bosque de la muerte en el deshoja
un
sol, ya en otro cielo, su oro mudo-
y
volase un enjambre entre las ramas
donde
puso el temblor la primer hoja...” (Luis Rosales)
Recuerdo cuando Grávalos era un
teatro para el atardecer y cuando el sol rojo se hundía cada tarde-noche tras
los montes de La Cuesta, encastrados y arropados por la Sierra de Peñalosa.
Observarlo desde ese paramento llamado Santa Bárbara, cementerio ayer y ruinas
de fortificación que hoy nada tienen que defender, es hoy un detenerse en el
pasado tras esa imponente vista que nos conduce hasta la curva del barranco y
al fondo las malezas de los huertos que le acechan. Recordarlo y verlo hoy en
mi imaginación es paz y nostalgia. A esa hora ver volar los vencejos tras los
insectos que pululan sobre la torre de la iglesia es absoluta belleza, y, desde
arriba sentado ante un fresco porrón de vino, sonando de vez en cuando el
ladrido de un perro y el rebuzno de ese rucio de color canoso es poética
despedida.

Llego al pueblo y todo me parece
como ese arte efímero que, en definición de Rodrigo Cortés, es una
“lipoescultura” y es que han comenzado a derruirse esas casas en miniatura
blancas de cal, cierros y balcones negros, cenefas de color albero, antes como
todas, ahora un testimonio. Paseando por esas mis calles de niño soy consciente
de que hasta me reciben las plantas hincadas en esas macetas de hoja de lata
que un día fueron cobijo de pescado en aceite y hoy son frescura y misterio, y
hasta me decido a subir por esas calles empinadas que hoy hasta se me presentan
como amplias escaleras señoriales. Es casi de noche, no importa, hoy ha
empezado mi verano y sus ritos. Y hace un rato, por fin, me he decidido a
asomarme a eso que convinieron en llamar, “Balcón de Pilatos y he visto que a
las plantas ya les empiezan a fatigar los días, aunque aún estemos en lo más
bajo de la estación. O por eso. Apoyado en el barandal, hermoso antepecho de
mampostería, mirando despacio las hojas espesas, bien formadas, me he dicho: No
quiero que este día acabe. No quiero que se acabe, aunque las macetas hayan empezado
a amarillear y sus hojas pasaron del verde pálido al oro y al ocre y al marrón
de herrumbre, descaecieron, murieron; se han barrido. Mientras tanto, en mi
esperanza, siguen de leve amarillo y verdes, intactas. Por favor, que no
desmejoren.
Así que he pensado en un largo
paseo en medio de la nada, a principios del verano, aunque todavía subsisten
plantados sauces, algunos chopos, sueltos álamos y mimbrales, grandes castaños
de Indias y centenarias acacias. Empieza a atardecer. El cielo se espeja en el agua
de la balsa junto al lavadero de Fonsorda, cruzado por nubes y vuelos de
pájaros, mientras una mujer joven, de pelo negro, está sentada en un pontón,
contemplando a los que pasan.
Por último, y ya vale, hoy es 8
de septiembre, Nuestra Señora de la Antigua, pequeña joya artística
policromada, hierática, sedente y que en su mano derecha muestra la manzana del
Paraíso como negando la comunicación con el Niño pero esperando descender y
ascender, suavemente, las cuestas empinadas entre incienso, monaguillos, perfumes
de otoño, cirios, música, delante filas engalanadas respetuosamente, detrás una
multitud que reza como expresión de fiesta general, grande y bulliciosa, Ella es esperada a su paso. Caras atentas,
emocionadas o asombradas por esta visión de armonía sagrada. En años de chavea,
más de una vez, vi procesionar a la patrona, con fervor, brillos áureos, llamas
de vela, primorosamente adornada de flores.
Y después de mi paseo observo
que, poco a poco, comienza a llegar el otoño. Pasa el tiempo, las hojas se
amustian, las ramas se desnudan, sopla ese característico cierzo crudo y los
pájaros siguen agitándose mientras cabrillea la luz en el agua de la acequia
ruborosa por su olor sulfuroso. Y ¡oh tristeza! al volver y en la curva de la
carretera se me aparecieron los ojos oscuros y rasgados de mujer como chinita
en la China y, además, inculta, por no decir desnaturalizada. Y entonces oí la
voz de verano del grillo, en la oscuridad, y sentí una grandísima continuidad y
una esperanza. Vale.
Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©