miércoles, 8 de junio de 2016 in

La gran ciudad del Toboso









La gran ciudad del Toboso

“En fin, otro día al anochecer, descubrieron la gran ciudad del Toboso, con cuya vista se le alegraron los espíritus a don Quijote y se le entristecieron a Sancho, porque no sabía la casa de Dulcinea, ni en su vida la había visto, como no la había visto su señor; de modo que el uno por verla y el otro por no haberla visto estaban alborotados, y no imaginaba Sancho qué había de hacer cuando su dueño le enviase al Toboso. Finalmente, ordenó don Quijote entrar en la ciudad entrada la noche, y en tanto que la hora se llegaba se quedaron entre unas encinas que cerca del Toboso estaban, y llegado el determinado punto, entraron en la ciudad, donde les sucedió cosas que a cosas llegan”. (Don Quijote. Segunda parte; Capítulo VIII)


Llegamos al Toboso, era jueves terminando abril y, antes de dar con la iglesia de San Antonio Abad, ascendida por los toboseños a la categoría de Catedral de la Mancha por ser una fábrica de gran belleza, de estilo gótico isabelino y extraordinarias dimensiones, dimos con el Museo Cervantino casi adosado a ella, en el que queríamos contemplar esas ediciones de todos los estilos y tamaños y escritas en más de cincuenta idiomas, dedicadas de puño y letra y donadas al pueblo de El Toboso por personajes de lo más variopinto. Queríamos contemplar esa colección increíble de ediciones del Quijote enviadas, desde los años veinte, por mandatarios españoles o extranjeros, - de Hitler a Perón, de Thatcher al Rey, pasando por Franco o por Mitterrand, Mandela, Fidel Castro. Allí nos atendió Angelines que tenía la doble función de enseñar el museo y la de atender a los turistas. 


Habíamos salido desde nuestra ciudad-dormitorio de Tomelloso a la del alba, y como diría Cervantes en el capítulo cuarto lo hicimos tan contentos, tan gallardos, tan emocionados, lucidos y tan alborozados que el gozo reventaba por los habitáculos de nuestro coche, fundamentalmente cuando allí al final de una carreterita recta en cuyo final de pronto apareció, al coronar una cuestecilla, el capitel puntiagudo de la iglesia rodeado de golondrinas y donde el reloj marcaba la hora exacta, frente a la que don Quijote pronunció su frase más repetida y, a la vez, más tergiversada: “Con la iglesia hemos dado, Sancho”. Descubrimos de repente la gran ciudad del Toboso mientras se alegraban los espíritus de los viajeros contemplando la gran ciudad al tiempo que se alborozaban los ánimos observando cómo pocos lugares de su entorno podían rivalizar con la patria y cuna del amor de Aldonza Lorenzo, a quien Don Quijote, vino a llamar “Dulcinea del Toboso”. Debemos señalar que a la aldea del Toboso llegamos a través de la carretera CM 420 la que conduce desde Campo de Criptana a Pedro Muñoz y, a poco de perder de vista los molinos, tomamos la CR 1101 para después de andar 18,5 Km entre las sombras de unas pocas encinas y arbustos a la vera de un camino polvoriento que conducía hacia unos bosquecillos y dehesas y donde el gruir alebrestado de las grullas que por estos días enmarañaban el cielo en busca de la laguna de Manjavacas, en Mota del Cuervo. Y allí tres encinas solitarias y agarrotadas por el frío alcanzaban a sombrear un pequeño bombo cubierto por cantos y dar con la villa, estacionar en la céntrica Plaza del Arco y adentrarnos por un portazgo, en forma de ojiva, de unos tres metros de alto, hecho de arenisca y por donde, seguro, habrían entrado los dos hidalgos. para adentrarse, igual que los viajeros hasta la Plaza Mayor, típica plaza manchega, que destaca por sus dimensiones y es abrazada por la Iglesia, Ayuntamiento y un conjunto de casas solariegas con escudos familiares en piedra, que forman un importante conjunto del patrimonio artístico toboseño. Todo allí era belleza, historia, cultura y arte y un encanto especial flotaba por esos múltiples rincones, todos iguales, de esas pequeñas villas manchegas donde proliferan tradicionales edificios de mampostería y tapial y muros refulgentemente blanqueados que alegran todos esos laberintos de callejones callados y madrugadas acaloradas.


Y de repente, tres calles más abajo, al lado de la iglesia toboseña, queda una de las pocas casas de la época, la del Caballero del verde gabán, de tres plantas: la primera con base de piedra y presidida por un portalón de madera; en la segunda, dos balcones con barandilla de hierro desde donde se veía la plaza y el trajín de un pueblo antes famoso por sus tinajas; y en la tercera planta cuatro ventanas en forma de ojiva por la que, entre callejones y rincones, los viajeros escucharon un sosegado silencio que salía de la llamada Casa de Dulcinea, un caserón al final del pueblo en el que Cervantes situó viviendo en ella a la enamorada de su fantasioso hidalgo. Lo mejor son los palomares y la almazara para moler la aceituna que en la parte baja completan la visita a unas habitaciones en las que presuntamente vivió Ana de Zarcos, la mujer que al parecer inspiró el personaje de Dulcinea y a la que los viajeros se imaginaban con Cara redondita, moño tipo magdalena, sayas largas y dos buenos corajes. Y esperando a Don Quijote. No es de extrañar que Cervantes nombre en el Quijote hasta 189 veces el Toboso de su Dulcinea. Esta casona manchega nos dio a los viajeros una idea de cómo vivió la musa del caballero andante. Está amueblada con muebles de la época y es inolvidable, sobre todo por un palomar que cobija palomas de carne, hueso y plumas. 


Y con el recuerdo de Dulcinea, el amor inmortal de Don Quijote y nuestras andanzas por este pueblo por el que ha sido muy grato pasear se cruzaron por la mente de los viajeros estos maravillosos versos platónicos de Antonio Machado. Vale.
“Todo amor es fantasía;
él inventa el año, el día,
la hora y su melodía;
inventa el amante y, más,
la amada. No prueba nada,
contra el amor, que la amada
no haya existido jamás”.

Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright © 

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