lunes, 8 de febrero de 2016 in

LA CASA-FONDA





LA CASA-FONDA

“Fue el principio del fin, la iniciación del largo e interminable adiós en que, a partir de entonces, se convirtió mi vida. Como la luz del sol, cuando se abre una ventana después de muchos años, rasga la oscuridad y desentierra bajo el polvo objetos y pasiones ya olvidados, la soledad entró en mi corazón e iluminó con fuerza cada rincón y cada cavidad de mi memoria”. (Julio Llamazares)

Mi agricultor, como si fuese Andrés de Casa Sosas, personaje de la novela de Julio Llamazares “La lluvia amarilla” ha escrito esta mañana en su humilde blog lo que sigue: 

“Día octavo. – Hoy mi agricultor, con generosidad, buena conciencia y serenidad, no hace otra cosa que pensar que, más de setenta años después, ya no volverá a penetrar dentro de lo que fue la Casa-Fonda ni podrá recorrer ese su pasillo en T, su saloncito, su cocina y sus humildes estancias. ¡Qué importa! Nadie podrá impedir a mi agricultor recuperar, como en un chispazo luminoso, su primera infancia, y poder reencontrarse de algún modo con la memoria de sus padres. Ha indagado, ha preguntado y le han dicho que la casa, cerrada desde hace mucho tiempo, se abrió hace unos días, tiene nuevos dueños, también algún juguetón inquilino y hasta, con prisa, han cambiado las llaves a sus puertas. No preocuparse agricultor: el busto del ECCE-HOMO, tallado en madera de encina centenaria, aquel que presidía el inmenso pasillo en T, es de mi propiedad, también, de la de mis descendientes. Hace más de cuarenta años me dijeron no podía ser sacado de la Casa-Fonda, pero, ¡alegría! mi agricultor lo hizo en buena hora y, ahora, le protege. ¡¡¡Feliz lunes de Carnaval!!
 
Y ambas cosas, es decir, lo relatado en el humilde blog y el recuerdo de algunos párrafos del libro de Julio Llamazares, bien retenidos y asimilados en su memoria, le conducen hoy al inicio de dos relatos, hoy es el primero, más descriptivos sobre LA CASA-FONDA. 

Fue un día de febrero del año en curso y sabemos, por lo menos los que somos de allí, que en lo que fue Castilla La Vieja hay días de febrero, de enero y hasta de marzo en los que el cielo parece desplomarse sobre el terreno. Las nubes se tornan consistentes y plomizas asemejándose a gigantes a punto de desplomarse. Mi agricultor sabe que en los terrenos en torno a la Casa-Fonda la tierra está húmeda, los surcos frescos y sólo algún cuervo ofrece señales de vida en un paisaje que ahora está dormido. En el horizonte, la luz adquiere un color frío, casi metálico, mientras el viento helado entra por la Dehesa, marchándose hacia el Moncayo después de azotar los páramos. Y eso es o fue así, por lo menos en los tiempos que mi labrador recuerda. Y también tuvo que ser de la misma manera ese amanecer del pasado día de febrero al que mi agricultor se está refiriendo.

Fue en esos días cuando, desde jovenzuelo, le gustaba recorrer y reflexionar sobre el pueblo que un día podría convertirse en un pueblo abandonado de la mano de Dios, donde las mujeres contantemente se refugiaban en el fogón de la cocina o al calor de la económica y los labradores, había pocos y entrados en edad, echaban su partida en los bares, siempre al subastado, mus o tute. Y por la noche para poder meterse, ¿confortablemente?, en la cama, los más potentados colocaban caloríficos y los más menesterosos ladrillos calientes. Y esto era de agradecer cuando los domingos por la noche volvíamos del salón donde se proyectaban películas sin sonido, conmemoro las del “El Gordo y El Flaco”, y hasta sonoras. Recuerdo que, en aquellas sesiones, mientras comíamos cacahuetes, la función-sesión se paraba para cambiar los rollos, que venían en estuches metálicos dentro de un saco. Su padre que llevaba siempre una boina negra hasta que últimamente se modernizó y la cambió por un gorro-visera, tipo inglés, desprendía un aire imponente de autoridad y nunca asistió ni le llevó a aquellas sesiones. Tanto imponía su padre que todavía resuenan en sus oídos las voces que daba al reclamarle cuando le encantaba subir al altillo para escuchar el susurro del viento en esas tardes de invierno revoltoso de febrero en las que todo parecía inerte y suspendido en el tiempo. 

En una ocasión y entre sus andanzas, encontró una pequeña maleta, mezclada entre mesas, sillas y camas-litera de internado, de color azul, todo ello cubierto de polvo, como si estuviera a la espera de que los nuevos dueños volvieran a tomar posesión de sus dominios, todavía andará por los desvanes, llena de cartas de amor de su madre, dirigidas a su padre y en las que aprendió por el remite que su madre había adquirido un nuevo apellido, manuscrito con un perfecta y excelente grafía: Pérez de Jiménez, decía el remite, cosa que le extrañó y luego entendió. Tan enfrascado estaba en aquellas andanzas que en una de sus últimas visitas intentando encontrar un número del Dinámico creyó ver la figura de un hombre de mediana edad, alto y robusto, con cierto parecido a un bruto, atravesar la estancia y desaparecer en las sombras del altillo. Sólo fue un segundo. Es de justicia recordar que, en aquellas estancias, cocina, cuartos y altillos, después de celebrase la matanza del cerdo, siempre en enero, degollado a filo de cuchillo y después de chamuscado en un ritual de purificación, toda la familia permanecía reunida durante varios días, sin salir de casa, como en la película de Buñuel en la que los invitados a una cena se quedan atrapados para siempre en el salón. Todos éramos felices, aunque todo fuese un don precario. Mi labrador cierra los ojos y ve la luz de aquellos días de febrero iluminar unos tejados y paredes que hoy son escombros del tiempo.

Y como pasado mañana será miércoles de ceniza el labriego desea recordar que aquí, en la Casa-Fonda, también se marcaba el inicio de la Cuaresma, parecía como si ya el invierno estuviese fuera al iluminar los primeros rayos del sol, que provenían del patio, las cristaleras. Que mi agricultor recuerde siempre en la Casa-Fonda se celebraba ese día con una buena y sabrosa tortilla de chorizo. Todavía resuena en mis oídos aquel “Memento, homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris” que recitaba el cura mientras nos imponía la ceniza vistiendo una gran casulla morada en la iglesia de altas bóvedas de piedra que olía a incienso y a la cera de las velas. Vale.

PD. Dice mi labrador que esto tendrá continuación para describir otras estancias y quehaceres de esa Casa-Fonda.

Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©

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