lunes, 15 de febrero de 2016 in

LA CASA-FONDA II






LA CASA FONDA II

“No me podrán quitar el dolorido
sentir, si ya del todo                            
primero no me quitan el sentido”. (Garcilaso: Égloga 1)

Lo primero que le apetece contar al agricultor antes de comenzar y como prolegómeno, es esa descripción de la Casa-Fonda como si fuese ese palacio que alguien pensó fue, cuando entendieron que las familias pudientes tenían una gran casa con salón y con muebles preferentemente nobles en el que sólo podían entrar las visitas y que siempre permanecía en penumbra y con la puerta cerrada. La entrada estaba prohibida sobre todo a los niños, que lo ponen todo perdido. Era como un Sancta-Sanctorum que los dueños de la casa preservaban con mimo para que los visitantes se llevaran una buena impresión.

El caso de la Casa-Fonda, no fue así. No perteneció jamás, en los tiempos que mi agricultor la habitó, anduvo y conoció, a familia pudiente, aunque los “amos” así lo creyeran, sino que fue un habitáculo más bien humilde que recordaba a esa fonda o casa de huéspedes del siglo XIX que fue. Toda ella estuvo compuesta de tres alturas. La planta superior, cobijada por una “falsa” sin destajar y sustentada por un enmarañado y revoltijo de maderas que servían para sustentar el pandeado tejado que fluía en tiempos de lluvia, dando pavor, no se viniese abajo, en tiempos de nieve, ya que estaba compuesto por cuatro vierteaguas a cada uno de los puntos cardinales, siendo los más extensos los de los lados norte y sur. La planta, antesala de la “falsa”, pasó de ser gallinero y conejar a cobijo de dos de los respectivos hijos del “amo”. Toda ella era un revoltijo de dependencias y una sucesión de cuartos que lo mismo servían para curar la matanza, salar jamones, airear chorizos, morcillas y salchichones que, para aposentar un depósito de agua como servidumbre para calmar la sed, de utilidad para la higiene de los habitantes del piso de abajo y hasta para asentar un generador de calefacción, que cuando llegó a funcionar, aplacaba el frío que, infiltrándose, pendoneaba por sus inmensos pasillos. A ella se accedía por un ramo de escaleras amplio y hasta bien cuidado, donde lucían, perfectamente fregados con lejía, los “atoques” adornando cada peldaño. 

Al piso de abajo que, originariamente, fue fonda y casa de huéspedes, se accedía directamente de la calle, también ascendiendo por unas escaleras provenientes de la bodega, cuadras y patio, tenía una distribución muy rocambolesca y hasta muy interesada, demasiado interesada, para las labores agrícolas y otros menesteres. Allí estaba el salón de baile de la antigua fonda, con paredes empapeladas y que a lo largo de su vida pasó de ser sala de conciertos y baile donde, generalmente, actuaba la orquestina local, a granero como si fuese un hermoso alhorín donde el agricultor, de niño, metía las manos en el oro fresco del trigo. Más tarde llegó a ser hasta leñera y garaje en el que se guardaron coches que perdían sus piezas por viejos. También recuerdo que, en un pasillo contiguo, había un molino de piensos y hasta en un cuarto aledaño se llegaba a guardar la poca conserva que en la casa se hacía. Y, diseccionada la primera estancia de esta planta, no me queda otro remedio que adentrarme en la esencia del piso propio y útil como casa de huéspedes.

Por allí pasaron médicos, veterinarios, guardiaciviles y curas, todos a desayunar, comer y cenar. Es cierto que los veterinarios, los curas y uno de los médicos también llegaron a pernoctar de continuo. Es fácil deducir de la descripción que, como se comprenderá, todo esto sirvió para tener unos ingresos que, con otros procedentes de la venta de porcinos, coadyuvasen a sufragar los estudios de algunos de nosotros y para ir tirando. Todo aquello, sacrificio y esfuerzo de la madre, fue un ejemplo de economía de subsistencia, sufragio de estudios universitarios, de milicia y otros de tipo administrativo al no querer o poder aspirar sus interesados a más altos objetivos. No había para más, de ahí de nuestra humildad y no el tan cacareado y orgulloso poderío. Eso lo dejo para aquellos que lo pregonaron, chulearon y hasta disfrutaron. 

Allí en esa Casa-Fonda solamente olía a cocido y un poco, también, a carestía y, fundamentalmente, a buena voluntad, bien hacer, limpieza y hasta a ese olor lacrimal que, en la mayoría de los casos, fue con sabor a sal muera. Esta estancia era la estancia de muchos metros de pasillo en T, una hermosa cocina, cinco habitaciones y un cuarto de baño iluminados por una ventana que se asomaba hasta un lúgubre y maloliente corral y un balcón por el que solía entrar la luz del mediodía. 

¿Y la cocina? No es la que hoy luce la que me impresionó, ya que la disfruté poco. La que recuerdo es esa cocina de huéspedes de toda vida rural: Era una cocina grande con fogón de campana, con una ancha placa de acero brillante en el suelo, una negruzca pared sobre la que pendían trébedes y anafes y luego sobre la pared del frente, esa que se llama trashoguera, una chapa de hierro colado adornada y renegrida por las llamas. Mirando a la trashoguera y a la izquierda había un banco corrido y a la derecha una silla en la que se sentaba el primero que la tomaba, ¡ay si ambos pudieran decir lo que escucharon! En el mismo plano le seguía una cocina de las llamadas económicas, con depósito calentador incluido, y más allá el fregadero, fregadero rústico y de granito, dos tinajas que habían sido compañeras de los propietarios en todos sus traslados habidos desde la primera casa que habitaron en el Cantón, la Plaza, Fuente y que ahora allí siguen, de adorno de la cocina de la Casa-Fonda. Recuerdo que las tinajas tenían su tapa de madera que servía para apoyar esa jarra de aluminio, parecida a un acetre, machacada en sus abolladuras por el tiempo y que servía para extraer el agua. 

¿Y el menaje? Por allí andaba algún cántaro suelto, unos picheles vidriados, de vasos de cristal y de bernegal. Una almofía suelta y la clásica palangana. Y la radio, la clásica radio que, aun teniendo interferencias, nos era útil para seguir a Matilde, Perico y Periquín y para que mi madre, ¡ay mi madre!, escuchase las radionovelas y hasta aquellos consejos de Elena Francis.

¿Y la despensa? Aunque la casa era pobre, pero digna, recuerdo que ésta tenía, allí colgados del techo y apoyados en unas varas, perniles y embutidos y hasta redondas bolas, cual vejigas de cerdo, rellenas de manteca y también, en tarros blancos mil arropes, mixturas y mermeladas que mi agricultor no desea enumerar ahora y que tiempo habrá en cercana o lejana ocasión. Vale.
 

Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©

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