El paso de la hoja
El paso de la hoja
“Parecen tristes moluscos
sin marea y sin arenas.
Parecen, en lo ceñudo,
la nube de la tormenta.
A las sayas verticales
de la Muerte se asemejan
y yo las abro y las paso
como la caña que tiembla”. (García
Lorca)
No recuerdo quien, creo fue Julio
Llamazares, manifestó que el “paisaje es memoria que, aún con sus límites,
sostiene las huellas del pasado, reconstruye recuerdos, proyecta en la mirada
las sombras de otro tiempo que sólo existe ya como reflejo de sí mismo en la
memoria del viajero o del que, simplemente, sigue fiel a ese paisaje”.
Estos días y antes de que la hoja
pasase, he andado recorriendo pueblos y paisajes, auténticos símbolos de
muerte, fuente originaria, y quizá única, de melancolía donde el tiempo y la
vida se me presentaron fugazmente brutales y como eterno en su paisaje y
sobreviviéndome a ese expectante viajero que lo miraba y hasta intentaba
comprenderlo en su eternidad y supervivencia. Era todo un escenario de
costillares herrumbrosos y al descubierto, desposeídos del vértigo de su afán
pasado y como deseando sobrevivir a mí que lo estaba mirando y también a quien
en el futuro pueda mirarlo. Y fue ante ese escenario, que no es el último, donde
nada, absolutamente nada se desmoronó, desoló ni quedó devastado. No. Fue allí
donde quedó consolidada la memoria del viajero, ese que conoce desde siempre
que el camino que recorre lleva siempre a algún sitio. No. No fue allí donde mi
mirada enfermó ante el paisaje, el viajero desde niño forma parte del panorama. Fue el desolado
paisaje el que terminó convirtiéndose en una enfermedad del corazón y del
espíritu.
El viajero antes de pasar la hoja
y al hilo de viajes muy distintos, que piensa completar en hojas de calendario
venideras, desea con estas andanzas que su corazón profundice en los recuerdos
de la memoria y el olvido. El viajero, ante la desolación grisácea del paisaje
y el fulgor ígneo, de pedernal propicio a lanzar chispas y metálicamente brillante,
enseguida se dio cuenta de que su aventura era una peripecia de conocimiento,
memoria, olvido, turismo y hasta de placer marcado por profunda pasión, aunque
enseguida se dio cuenta- observó- que el paisaje resplandecía ante los signos
de la muerte y la belleza confundidos.
El viaje que el viajero desea
recordar hoy cuando la primera hoja del “taco” ya ha sido arrancada, es ese
viaje a esa Rioja profunda, casi deshabitada. Digo casi porque por sus
andurriales solo me tropecé con dos perros, raza mastín, que nada más descender
del coche vinieron a olfatearme y ofrecerme su saludo, dos gatos, uno negro y
el otro blanco y cobrizo que allí, cara al sol, andaban haciéndose sus
carantoñas, unos pastores haciendo el apartado de su rebaño para que los
corderitos pudiesen ser amamantados por sus madres y un señor mayor que, según
me dijo, venía de la capital para adecentar una casona derruida, propiedad de
sus sobrinas.
Fue una tempranera mañana en la
que todavía quedaban restos de esas brumas agarradas al terruño que habían
envuelto la noche reforzando la soledad helada de sus escasas encinas y robles
y la melancolía imperturbable de ese riachuelo lloroso, cubierto de hierbajos y
juncos recién nacidos. Recorrí el pueblo, junto al sol recién apuntado, con
cuidado de no quedar atrapado entre los dientes y las garras de aguijones
fuertes, con forma de gancho de esas zarzas profundas que adornaban y cubrían
lo derrumbado. Mi recorrido fue un continuo recuerdo junto a los pasos de
Linneo al contemplar esa pintura parecida a una tundra. Y fue allí donde fui
consciente de la soledad inacabable de los pueblos derruidos y esos embriones
nacederos de ríos. Fue allí donde escuché, después del balar ovino, el hondo
silencio de los montes. Y fue allí donde, no era la primera vez, sentí, a mi
manera, el frío y la locura de un paisaje que aún tiene memoria porque, a pesar
de todo, todavía existen pastores, alguna piara de ovejas, perros mastines
guardianes, gatos y algún solitario artesano de albañilería antigua para que
vuelva la vida.
Y me largué pensando que
Entrambas Aguas era sólo un lugar para la contemplación y más después de
detenerme ante su iglesia románica, situada ante un paisaje limitado y
doméstico, dócil a la mirada. Hice el recorrido de vuelta por esa polvorienta,
limitada y solitaria carretera que conduce hacia el abismo de la nada y el
terror. Tuve la sensación de una infinita travesía de cualquier carretera
solitaria y sin límites, después de desprenderme y dejarlo en el lecho del río
que cobija su puente romano, vigía de esa inquietud que embarga al viajero ante
la aparición de la garganta montañosa que había que cruzar. Y también pensé en
la frágil soledad de los conquistadores de esas piedras de Santa Casilda,
extraídas de la desolación inhabitada, que se lanzaban al aire cuando la
tormenta se acercaba espantando a los rayos y que estos no cayesen sobre las
personas ni sus bienes y se perdiesen en los abismos de un silencio geológico y glacial.
Y como todo era una aldea
reducida ya a cenizas, un montón ingente de ruinas y de escombros en proceso de
lenta reconstrucción, un paisaje desposeído de sus huellas y no precisamente de
los vestigios de dinosauros, privado de memoria, intento de reconducirlo en
apariencia a esos sus orígenes en los que desde su belleza mortal ruinosa pueda
elevarse el humo de los fuegos en que ardieron los troncos en los fogones de
las casas desde donde en las noches invernarles se escuchaba el aullido salvaje
de los perros, el cacarear del gallo al amanecer y el balido ovino desde las majadas.
Y allí quedó ese proyecto de río fiel, de curso familiar y conocido, escoltado
por robles, algún avellano suelto y esos diseminados chopos de la orilla y
algún suelto olmo viejo, hendido y quemado por el rayo. Y allí quedaron esos
rebaños de ovejas, animal nutricio, símbolo económico de la cultura y de la
historia de aquellas altas tierras, elemento inseparable del paisaje que
después de pastar en las mansas praderías, si el tiempo lo permite, regresaran
en la anochecida tarde buscando sus pesebres entre las escombreras para después
sonorizar la noche con balidos rasgados y lejanos rompiendo en la noche el
silencio profundo del valle abandonado.
Fue un viaje que ¡ojalá! hubiese
emprendido antes y así comprender ese infierno interior de un paisaje que ya
sólo sigue vivo en mi memoria. Sentí tristeza al comprobar como en el lecho de
las montañas ya no se lanzaban como antes los tejados de este pueblo, sino un
montón ingente de ruinas y de escombros.
Me di la vuelta pensando en volver. Lo haré. Es lógico, quiero escribir
más profundamente sobre aquel paisaje y, también de ellos, si hay paisanaje,
ahora ya desposeído de sus huellas, privado de memoria, reconducido en
apariencia a unos orígenes cuya imposibilidad negaba la belleza mortal de las
ruinas. podía devolverme la memoria que, habiéndola tenido, otros se la habían destruido.
Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©
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