viernes, 1 de enero de 2016 in

El paso de la hoja











El paso de la hoja

“Parecen tristes moluscos
sin marea y sin arenas.
Parecen, en lo ceñudo,
la nube de la tormenta.
A las sayas verticales
de la Muerte se asemejan
y yo las abro y las paso
como la caña que tiembla”. (García Lorca)

No recuerdo quien, creo fue Julio Llamazares, manifestó que el “paisaje es memoria que, aún con sus límites, sostiene las huellas del pasado, reconstruye recuerdos, proyecta en la mirada las sombras de otro tiempo que sólo existe ya como reflejo de sí mismo en la memoria del viajero o del que, simplemente, sigue fiel a ese paisaje”.
Estos días y antes de que la hoja pasase, he andado recorriendo pueblos y paisajes, auténticos símbolos de muerte, fuente originaria, y quizá única, de melancolía donde el tiempo y la vida se me presentaron fugazmente brutales y como eterno en su paisaje y sobreviviéndome a ese expectante viajero que lo miraba y hasta intentaba comprenderlo en su eternidad y supervivencia. Era todo un escenario de costillares herrumbrosos y al descubierto, desposeídos del vértigo de su afán pasado y como deseando sobrevivir a mí que lo estaba mirando y también a quien en el futuro pueda mirarlo. Y fue ante ese escenario, que no es el último, donde nada, absolutamente nada se desmoronó, desoló ni quedó devastado. No. Fue allí donde quedó consolidada la memoria del viajero, ese que conoce desde siempre que el camino que recorre lleva siempre a algún sitio. No. No fue allí donde mi mirada enfermó ante el paisaje, el viajero desde niño forma parte del panorama. Fue el desolado paisaje el que terminó convirtiéndose en una enfermedad del corazón y del espíritu.
El viajero antes de pasar la hoja y al hilo de viajes muy distintos, que piensa completar en hojas de calendario venideras, desea con estas andanzas que su corazón profundice en los recuerdos de la memoria y el olvido. El viajero, ante la desolación grisácea del paisaje y el fulgor ígneo, de pedernal propicio a lanzar chispas y metálicamente brillante, enseguida se dio cuenta de que su aventura era una peripecia de conocimiento, memoria, olvido, turismo y hasta de placer marcado por profunda pasión, aunque enseguida se dio cuenta- observó- que el paisaje resplandecía ante los signos de la muerte y la belleza confundidos.
El viaje que el viajero desea recordar hoy cuando la primera hoja del “taco” ya ha sido arrancada, es ese viaje a esa Rioja profunda, casi deshabitada. Digo casi porque por sus andurriales solo me tropecé con dos perros, raza mastín, que nada más descender del coche vinieron a olfatearme y ofrecerme su saludo, dos gatos, uno negro y el otro blanco y cobrizo que allí, cara al sol, andaban haciéndose sus carantoñas, unos pastores haciendo el apartado de su rebaño para que los corderitos pudiesen ser amamantados por sus madres y un señor mayor que, según me dijo, venía de la capital para adecentar una casona derruida, propiedad de sus sobrinas. 
Fue una tempranera mañana en la que todavía quedaban restos de esas brumas agarradas al terruño que habían envuelto la noche reforzando la soledad helada de sus escasas encinas y robles y la melancolía imperturbable de ese riachuelo lloroso, cubierto de hierbajos y juncos recién nacidos. Recorrí el pueblo, junto al sol recién apuntado, con cuidado de no quedar atrapado entre los dientes y las garras de aguijones fuertes, con forma de gancho de esas zarzas profundas que adornaban y cubrían lo derrumbado. Mi recorrido fue un continuo recuerdo junto a los pasos de Linneo al contemplar esa pintura parecida a una tundra. Y fue allí donde fui consciente de la soledad inacabable de los pueblos derruidos y esos embriones nacederos de ríos. Fue allí donde escuché, después del balar ovino, el hondo silencio de los montes. Y fue allí donde, no era la primera vez, sentí, a mi manera, el frío y la locura de un paisaje que aún tiene memoria porque, a pesar de todo, todavía existen pastores, alguna piara de ovejas, perros mastines guardianes, gatos y algún solitario artesano de albañilería antigua para que vuelva la vida.
Y me largué pensando que Entrambas Aguas era sólo un lugar para la contemplación y más después de detenerme ante su iglesia románica, situada ante un paisaje limitado y doméstico, dócil a la mirada. Hice el recorrido de vuelta por esa polvorienta, limitada y solitaria carretera que conduce hacia el abismo de la nada y el terror. Tuve la sensación de una infinita travesía de cualquier carretera solitaria y sin límites, después de desprenderme y dejarlo en el lecho del río que cobija su puente romano, vigía de esa inquietud que embarga al viajero ante la aparición de la garganta montañosa que había que cruzar. Y también pensé en la frágil soledad de los conquistadores de esas piedras de Santa Casilda, extraídas de la desolación inhabitada, que se lanzaban al aire cuando la tormenta se acercaba espantando a los rayos y que estos no cayesen sobre las personas ni sus bienes y se perdiesen en los abismos de un silencio geológico y glacial. 

Y como todo era una aldea reducida ya a cenizas, un montón ingente de ruinas y de escombros en proceso de lenta reconstrucción, un paisaje desposeído de sus huellas y no precisamente de los vestigios de dinosauros, privado de memoria, intento de reconducirlo en apariencia a esos sus orígenes en los que desde su belleza mortal ruinosa pueda elevarse el humo de los fuegos en que ardieron los troncos en los fogones de las casas desde donde en las noches invernarles se escuchaba el aullido salvaje de los perros, el cacarear del gallo al amanecer y el balido ovino desde las majadas. Y allí quedó ese proyecto de río fiel, de curso familiar y conocido, escoltado por robles, algún avellano suelto y esos diseminados chopos de la orilla y algún suelto olmo viejo, hendido y quemado por el rayo. Y allí quedaron esos rebaños de ovejas, animal nutricio, símbolo económico de la cultura y de la historia de aquellas altas tierras, elemento inseparable del paisaje que después de pastar en las mansas praderías, si el tiempo lo permite, regresaran en la anochecida tarde buscando sus pesebres entre las escombreras para después sonorizar la noche con balidos rasgados y lejanos rompiendo en la noche el silencio profundo del valle abandonado. 
Fue un viaje que ¡ojalá! hubiese emprendido antes y así comprender ese infierno interior de un paisaje que ya sólo sigue vivo en mi memoria. Sentí tristeza al comprobar como en el lecho de las montañas ya no se lanzaban como antes los tejados de este pueblo, sino un montón ingente de ruinas y de escombros.  Me di la vuelta pensando en volver. Lo haré. Es lógico, quiero escribir más profundamente sobre aquel paisaje y, también de ellos, si hay paisanaje, ahora ya desposeído de sus huellas, privado de memoria, reconducido en apariencia a unos orígenes cuya imposibilidad negaba la belleza mortal de las ruinas. podía devolverme la memoria que, habiéndola tenido, otros se la habían destruido. 
Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©

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