miércoles, 9 de diciembre de 2015 in

También hay atardeceres





También hay atardeceres

“Los males del hombre vienen de no saber quedarse en casa”. (Pascal)

Yo soy, para mí lo digo, un cortejador de amaneceres y galanteador de atardeceres, aunque en mis caminatas matutinas observo por lo que veo y constato que ver un amanecer está sobrevalorado no sólo por mí, sino por el resto de compañeros andarines. Es por ello que, junto a mis socios andadores, yo también detesto aquello que Pascal nos dejó dicho: “los males del hombre vienen de no saber quedarse en casa” y, además, yo añado que creo que vienen por quedarse dentro de casa, y concretamente de no saber saltar a tiempo de la cama, sin pretensiones. Y salir de ella para contemplar cómo amanece. Es que no me sirve aquello de “para lo que hay que ver…” porque hay mucho por curiosear. Desde niño he tenido una sensación convaleciente a esas horas, de una terrible confusión. Con esa molestia del murciélago que, apenas ha descabezado un sueñecito al terminar la noche, me gustaba despertar para abrir la habitación al aire picante y soñar con Gabriela Mistral el valle entero, el pastal, la viña crespa, la gloria de los huertos y, poetizando, transitar en busca de cañares. 

Yo, cada mañana, entiendo a toda esa gente que, antes del primer rayo de luz, ya reparte sonrisas y a esas otras, gentes borrosas y menos entusiastas, que a esas horas desean recibirlas. Sonrisas que se sienten como aquellas duchas heladas que recibíamos al canto del gallo en los despertares de niños estudiantes de internado, intentando alejar al demonio de la pereza, siempre anunciado con un soplo frío envolviendo los pensamientos de todos aquellos para quienes los amaneceres tienen un excesivo miedo a no despertar.

Para mí la palabra “amanecer” no es un vocablo estremecedor ni tembloroso, tampoco gélido ni dador de escalofríos, y sí espectacular trovador de sueños, arquetipo de realidades e intuición de pasos frágiles, imaginativos y hasta convulsivos, sobre todo cuando el amanecer se me muestra al mirar por una ventana fría. Recuerdo, en una ventosa mañana, a las siete, haber visto en el horizonte a un pescador con aspecto perfumado, alegre ante sus obligaciones tempraneras, que cortaba una convencional rosa para decorar la barca de sus alegrías. 

Me resulta agradable, entretenido y hasta ameno la sensación de que cada vez que amanece se empieza a iluminar un mundo larvario, con recuerdos del día anterior y sin remordimientos. Tanta autentica inocencia me atrase y hasta agrada. Y hasta suelo unirla con el atardecer en ese desesperado intento de las altas reflexiones y arrepentimientos del mundo, cada vez más débiles, por agarrarse aún al paisaje, sabiendo que es inútil.

Y es que también es de mi preferencia el rayo de luz con requiebro, ese que llega del horizonte que no se ve, cuando lo atardecido ya es todo; esa última claridad descriptiva de trayectoria cóncava, sobrevenida de una parte del firmamento que ya queda fuera del alcance de mi mirada rectilínea, cuando el sol se ha puesto; o esa centella de la tarde cuando ya es noche, especie de último cálido apretón de mano de alguien que ha fallecido, pero que, cuando dio la orden a su brazo, aún vivía. Vale.

Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©

Leave a Reply

Con la tecnología de Blogger.

Seguidores