miércoles, 16 de diciembre de 2015 in

Navidad







Navidad

“Veinticinco de Diciembre,
fum, fum, fum.
Veinticinco de Diciembre,
fum, fum, fum.

Un niñito muy bonito
ha nacido en el portal
con su carita de rosa
parece una flor hermosa
fum, fum, fum”.

Navidad es para mí, hombre jubilado, como el silbar de los oídos por la presión del tiempo fugaz al comprobar cómo el viento le muerde las orejas, agotamiento de esos 12 meses para darse de bruces con la tumba de la memoria, fiestas amadas u odiadas, fechas cruciales con demasiada sustancia a las espaldas. Por eso, en este diciembre de 2015, me silban los oídos más que nunca. Y es que el tiempo se me escurre siempre de la misma manera, pero es en navidades cuando me entra el vértigo porque, lo reconozco, siempre fueron un mito básico de mi sociedad, sin fragmentar, lleno de contenido y fiestas de glorificación de Dios, de celebración de la existencia del bien, de afirmación de esperanza de vida y celebración del amparo frente al desamparo, del orden frente al caos, de la bondad frente a la malignidad.

La Navidad es como volver a la infancia, como desarrollar el recuerdo y, aunque yo las quise blancas, nunca lo fueron porque este es un color que sólo existe en las pantallas perdidas de mi puericia. Yo, a falta de otras cosas, llevé siempre en mi mochila, hoy también, ese sueño navideño como si fuese caparazón pascual como de cine. No pudo ser. Tuve que conformarme con ese hogar, mi hogar, bendito hogar, calefaccionado por el calor bendito de la brasa, aunque fuese tardía y humeada y así la siento hoy y todo mi infantilismo lo agradece con fervor. El mundo, mi mundo de niño, siempre se vistió de púrpura y esmeralda, aunque en las tres tiendas existentes en mi pueblo, las de las tías María, Rufina y Apolonia no se vendiese el oro, ni el incienso, ni la mirra de las fábulas, ni hubiese muérdago, teniéndolo cerca, para ornamentar, ni abetos iluminados teniendo que colgar todas las ilusiones de mi pasado en las trébedes colgantes de mi chimenea ahumada y atufada. Allí las dejé, como quimera, y todavía las siento colgadas para uso y abuso de mi memoria, que, a veces, justo es decirlo, se obstina en ser desmemoriada y nunca olvidada. Y hasta resuena, cuando zumba el cierzo, zambomba en las alturas, como himno de añoranzas perdidas, fundiéndose con aquel villancico que bien podría ser el himno oficial de cualquier hogar pueblerino y serrano: “Veinticinco de Diciembre / fum, fum, fum”.

Diciembre, para el niño que uno sigue llevando dentro, todavía huele a musgo y a serrín. Sabe a turrón de guirlache y a villancico, – “Un niñito muy bonito / ha nacido en el portal / con su carita de rosa / parece una flor hermosa / fum, fum, fum…-, a matanza, a tartera de compota en vino dulce y caliente con manzanas asadas en horno de cocina económica, a sonido de campanas, a sucedáneo de mazapán de Soto Segura elaborado por mi madre, ¡ay mi madre! y a gavilla de sarmientos humeantes en el hogar de la cocina; a cordero recién nacido en el corral de la Dula, al juego del tute o subastado junto a la estufa del bar, a baraja sobada sobre el hule de mesa camilla, a brasero, a sonido nocturno de albadas, a hogueras con olor a tostadas de ajo, a esperanza de nieve, a ventisqueros en el Puerto y en la carretera de Arnedo, a malvices al atardecer esperándolas a traición en los olivos o huertos del barranco del Tapiado, a gritos de viento cierzo desatado, ululando por la noche en la chimenea, a sonidos de radio, a recuerdos de viejas historias contadas y al ronco sonido de esa zambomba fabricada en casa con piel de cabrito, carrizo del barranco de La Torre y tarro de hoja de lata. Y a Misa del Gallo y baile de pastores y a sonidos de gaita ronca en la subasta de roscos al atardecer del primer día del año.

Y con todos estos sonidos, olores, recuerdos y remembranzas nunca encontré, sí los hubo sencillos y discretos, grandes juguetes en mis navidades gravaleñas, pero sí es cierto que los soñé obsesivamente. Y, en su sobriedad, siempre sirvieron para hacerme feliz y para comprender una evidencia: las más bellas navidades, las de mi niñez, se desarrollaron siempre en el recuerdo y en la ausencia. Y, ¡atención!, nunca fueron blancas, porque ése es un color que sólo existe en las pantallas perdidas de mi infancia. "Ay, del Chiquirritín, Chiquirriquitín, / metidito entre pajas; / ay, del Chiquirritín, Chiquirriquitín, / queridito del alma". Vale. 

Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©

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