Navidad
Navidad
“Veinticinco de Diciembre,
fum, fum, fum.
Veinticinco de Diciembre,
fum, fum, fum.
Un niñito muy bonito
ha nacido en el portal
con su carita de rosa
parece una flor hermosa
fum, fum, fum”.
Navidad es para mí,
hombre jubilado, como el silbar de los oídos por la presión del tiempo fugaz al
comprobar cómo el viento le muerde las orejas, agotamiento de esos 12 meses
para darse de bruces con la tumba de la memoria, fiestas amadas u odiadas,
fechas cruciales con demasiada sustancia a las espaldas. Por eso, en este
diciembre de 2015, me silban los oídos más que nunca. Y es que el tiempo se me
escurre siempre de la misma manera, pero es en navidades cuando me entra el
vértigo porque, lo reconozco, siempre fueron un mito básico de mi sociedad, sin
fragmentar, lleno de contenido y fiestas de glorificación de Dios, de
celebración de la existencia del bien, de afirmación de esperanza de vida y
celebración del amparo frente al desamparo, del orden frente al caos, de la
bondad frente a la malignidad.
La Navidad es como
volver a la infancia, como desarrollar el recuerdo y, aunque yo las quise
blancas, nunca lo fueron porque este es un color que sólo existe en las
pantallas perdidas de mi puericia. Yo, a falta de otras cosas, llevé siempre en
mi mochila, hoy también, ese sueño navideño como si fuese caparazón pascual
como de cine. No pudo ser. Tuve que conformarme con ese hogar, mi hogar,
bendito hogar, calefaccionado por el calor bendito de la brasa, aunque fuese
tardía y humeada y así la siento hoy y todo mi infantilismo lo agradece con
fervor. El mundo, mi mundo de niño, siempre se vistió de púrpura y esmeralda,
aunque en las tres tiendas existentes en mi pueblo, las de las tías María,
Rufina y Apolonia no se vendiese el oro, ni el incienso, ni la mirra de las fábulas,
ni hubiese muérdago, teniéndolo cerca, para ornamentar, ni abetos iluminados
teniendo que colgar todas las ilusiones de mi pasado en las trébedes colgantes
de mi chimenea ahumada y atufada. Allí las dejé, como quimera, y todavía las
siento colgadas para uso y abuso de mi memoria, que, a veces, justo es decirlo,
se obstina en ser desmemoriada y nunca olvidada. Y hasta resuena, cuando zumba
el cierzo, zambomba en las alturas, como himno de añoranzas perdidas,
fundiéndose con aquel villancico que bien podría ser el himno oficial de
cualquier hogar pueblerino y serrano: “Veinticinco de Diciembre / fum, fum,
fum”.
Diciembre, para el
niño que uno sigue llevando dentro, todavía huele a musgo y a serrín. Sabe a
turrón de guirlache y a villancico, – “Un niñito muy bonito / ha nacido en el
portal / con su carita de rosa / parece una flor hermosa / fum, fum, fum…-, a
matanza, a tartera de compota en vino dulce y caliente con manzanas asadas en
horno de cocina económica, a sonido de campanas, a sucedáneo de mazapán de Soto
Segura elaborado por mi madre, ¡ay mi madre! y a gavilla de sarmientos
humeantes en el hogar de la cocina; a cordero recién nacido en el corral de la
Dula, al juego del tute o subastado junto a la estufa del bar, a baraja sobada
sobre el hule de mesa camilla, a brasero, a sonido nocturno de albadas, a
hogueras con olor a tostadas de ajo, a esperanza de nieve, a ventisqueros en el
Puerto y en la carretera de Arnedo, a malvices al atardecer esperándolas a
traición en los olivos o huertos del barranco del Tapiado, a gritos de viento
cierzo desatado, ululando por la noche en la chimenea, a sonidos de radio, a
recuerdos de viejas historias contadas y al ronco sonido de esa zambomba fabricada
en casa con piel de cabrito, carrizo del barranco de La Torre y tarro de hoja
de lata. Y a Misa del Gallo y baile de pastores y a sonidos de gaita ronca en
la subasta de roscos al atardecer del primer día del año.
Y con todos estos
sonidos, olores, recuerdos y remembranzas nunca encontré, sí los hubo sencillos
y discretos, grandes juguetes en mis navidades gravaleñas, pero sí es cierto
que los soñé obsesivamente. Y, en su sobriedad, siempre sirvieron para hacerme
feliz y para comprender una evidencia: las más bellas navidades, las de mi
niñez, se desarrollaron siempre en el recuerdo y en la ausencia. Y, ¡atención!,
nunca fueron blancas, porque ése es un color que sólo existe en las pantallas
perdidas de mi infancia. "Ay, del Chiquirritín, Chiquirriquitín, / metidito
entre pajas; / ay, del Chiquirritín, Chiquirriquitín, / queridito del alma".
Vale.
Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©
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