miércoles, 1 de abril de 2015 in

Los tremedales de la Naturaleza: “Abril el de los chasquillos mil”






 
Los tremedales de la Naturaleza: “Abril el de los chasquillos mil”
“Puede ser muy efectivo sentarse a ver discurrir las aguas”. (R. Margalef)
Leo que a Capote le dictaban las nubes y a Borges se le ocurrían las frases en la bañera. Y Ramón Margalef reconocía la influencia del agua en la claridad de pensar y yo, al socaire de temporales, deseo hoy, como mi agricultor, pensar mientras recuerdo la tierra encharcada, al ganado dejando huellas en el barro alargadas como sombras y a esa lluvia acabando de mojar los terrones que dejó el topo sobre la yerba, sintiendo cómo la realidad de mis pies sobre la tierra se afina y recordando como ya pasó ese cielo que no hace demasiado estaba por encima agujereado de nubes y hoy está iluminado de estrellas mientras, en el suelo, ya no hay topos que deseen estar solo en invierno y a oscuras. Eso ya pasó.
Ahora que ya compruebo que la primavera se ha asentado hasta que llegue el tiempo de desaparecer allá con el estío, me doy cuenta que el frío, la nieve, el deshielo y, fundamentalmente la lluvia, caída en el pasado mes de marzo, ha dejado los campos como una tolla o más como un tremedal. Donde todo se está moviendo al pisarlo. Y hasta todo retemblaba cuando anduve sobre él. Todo el terreno está húmedo y es un humedal. Toda La Rioja, desde la llamada alta, hasta la configurada como baja, se ha mostrado como un terreno pantanoso, abundante en turba, cubierto de césped y con muy poca consistencia. Ahora, antes de pasearme por los secarrales mediterráneos, no hago otra cosa que pensar en esos terrenos anegados, esas praderas en los claros del bosque y de los sotos donde todo está encharcado porque el suelo ha recibido más agua de la que es capaz de evacuar.
Todo es una esponja empapada. Todas las tollas son una charca. Todos los prados son hozaduras de corzos y jabalíes. Todo se nos muestra como pisoteado por el ganado. Allí la hierba es todo un barrizal, un mosaico de charcos y huellas inundadas. Estos tremedales a la orilla del Ebro, Cidacos y Alhama y en los nacederos del Iregua son mundos donde han coincidido: agua, sotos y bosques en esos pocos kilómetros que configuran el perímetro de La Rioja. 
Estos tremedales, islas de aguas someras y barro rodeados por mares de robles, pinos, hayas, chopos, álamos y abedules se encuentran y los hemos podido contemplar en las altura y riberas de los siete valles riojanos, que en las próximas noches de luna creciente de abril serán templados.
Todas estas tollas me han recordado esos momentos álgidos para esos conciertos, urdidos por concertinos y orquestados desde las balsas artificiales de mi pueblo por esos anfibios anuros de cuerpo rechoncho y robusto, llamados sapos, y esos otros batracios, también anuros, de unos ocho a quince centímetros de largo, con el dorso de color verdoso manchado de oscuro, verde, pardo, con abdomen blanco, boca con dientes y pupila redonda o en forma de rendija vertical, clasificados como ranas. En mi niñez los oía a lo lejos de esa balsa llamada del Calvario, situada a las orillas del barranco, o en esas otras más lejanas del término de Fonsorda. Los llegué a escuchar a intervalos regulares que aunque me parecían una multitud, se trataba de sólo dos o tres voces de unas diminutas ranitas, croando con ganas y tratando de competir por ver cuál de ellas tenía la voz más rota. Es de mi memoria que la función duraba muy poco y, cuando callaban, dejaban espacio para oír el fondo de la noche, que en mi pueblo, distaba, según mi memoria, de estar silenciosa.
Y aquí, en el profundo silencio del Mar Menor, quedo con mi propio sosiego recordando, más que el costumbrismo, la observación meticulosa de las vidas humanas, los trabajos y las ensoñaciones de la gente común con ese oído tan exacto para los nombres de las cosas, de los animales y las plantas, que Miguel Delibes convertía en una oración funeraria y lo mostraba como una observación meticulosa de los trabajos y las ensoñaciones de la gente común, fundamentalmente,  cuando  escribía sobre el campo, y el campo no era esa antigualla bochornosa de aquellos que aspiraban a ambientar sus novelas en las grandes metrópolis internacionales. Aquí me avengo a recordar que el algodón ya está recogido, antes de que hiciera buenas migas con el agua. Los campos no hace mucho se inundaron, pareciendo lagos y no tierras, donde se asentaron a remover el barro unas avefrías que han llegaron con la lluvia. Vale. 

Texto y fotos La Medusa. Copyright ©
 

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