miércoles, 18 de febrero de 2015 in

Memoria de la nieve






Memoria de la nieve

“Mi memoria es la memoria de la nieve.
Mi corazón está blanco como un campo
de urces.
En labios amarillos la negación florece.
Pero existe un nogal donde habita
el invierno”. (Julio Llamazares; Memoria de la nieve)

El día ha amanecido, lluvioso, ventoso y desapacible, es por ello por lo que me he puesto a ordenar bajo el sol Mediterráneo, cuando apuntaba,  una serie de instantáneas fotográficas de la pasada y última nevada en algún pueblo riojano. Y mientras las iba repasando, retocando y catalogando, meditaba que,  aparentemente, nada hay más silencioso que un copo de nieve, esa nieve que para mí es y fue inolvidable. La nieve me persigue, no lo puedo ni la puedo negar. Y es que mi primer lloriqueo emergió con la primera nieve de un primer día de febrero y, acaso, con la enésima nevada de aquellos inviernos gravaleños. Es allí donde aprendí que una nevada está formada por la caída de muchos copos y que la suma de tantos murmullos da lugar a un estruendo, esencialmente cuando intervenían el viento y la cellisca. 
Recuerdo todo esto porque días atrás he sentido nevar entre piedras, pinares y valles. Primero con una pacífica intensidad y más tarde, cuando soplaba ese viento, que hacía estremecer a los troncos, es entonces cuando por dehesas, peñascos y encinares corría un estruendo que imitaba a ese temporal en el mar hoy tan cercano. Y como he visto la nieve ya nunca me olvido del lugar en que la toqué. Evoco que me deleitara cuando besaba el suelo puesta con primor algodonado para que todas las líneas del pueblo desapareciesen, mientras detestaba a esa otra caída, pisoteada y endurecida por esa cuchillo helador nocturno capaz de transformar esas calles, todavía en tierra virgen, en pistas relucientes y vítreas y hasta muy apropiadas para romperse uno la crisma. Tan tentador era el acontecimiento para los muchachos que éste bastaba, e incluso era suficiente, para justificar nuestras ausencias de la escuela.
He sentido esa nieve en cumbres, sierras y picachos, a 1.101 metros de altitud, allí en la Sierra de Yerga, donde la ventisca arreciaba y hasta arrancaba siseos afilados del hielo agarrado a las acículas. También, siendo mocete, escuché esos broncos ladridos  arrastrarse por la ventisca para, días después, la tempestad llegar a calma, la actividad volver entre las peñas y contemplar a corzos, jabalíes, ciervos, zorros, tejones, conejos comunes y liebres, todos ellos desesperados, buscar comida. Mientras lejos graznaban los cuervos. Y bandos de arrendajos deambular valle abajo. 
También clamé para que la atmosfera templase, los picachos volviesen a lucir de blanco, y que volviese a nevar, esa nieve pulverizada, en los coscojos de la Nevera, siseada, desplomándose con estrépito mientras bandos de ateridos y cristalizados gorriones corraleros revolaban intentando llevarse al buche unos cuantos granos de trigo sin caer en las redes de ese agricultor ocioso o de ese niño juguetón y aprendiz de cazador mientras que el cierzo sacudía las teinadas resonando como un gigantesco tambor. 
En mi pueblo, tras la nevada, siempre reinaba a la vez el buen y el mal tiempo con deseo de arañar el pasado para hallar la huella de sus pasos. Y es que la nieve "es símbolo de mi biografía” al ser el primer juguete verdaderamente blanco de mi vida. Como ven nada, ni otro juguete lo ha tachado. Y como dejó escrito Julio Llamazares en “El río del olvido”: “El paisaje es la memoria que se refleja siempre en el paisaje en el que ha ocurrido tu vida. Es un espejo, no el telón de fondo de un escenario; en ese espejo se refleja la vida de las personas. Cuando el paisaje desaparece…la memoria se duele y se resiente, y de ese dolor de la memoria nace la melancolía, y de la melancolía nace el aliento poético”. 
Dejo ya la memoria de la nieve recordando esa frase grandiosa que el de Vegamián nos legó como frase lapidaria en “La lluvia amarilla”: “Ojo: la nieve lo delata todo", y aquí quedo tratando de recordar a mi madre y a mi padre, que ya son nieve contemplando como “las ortigas son las plantas que crecen en el huerto que el dueño abandonó". Vale.
Texto y fotos La Medusa. Copyright ©

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