miércoles, 4 de febrero de 2015 in

Cae la nieve





Cae la nieve

El día, víspera de Santa Águeda, ha amanecido y está desapacible, como encapotado, con el horizonte cerrado, como gris de panza de burra, mientras los ramalazos de la nube se diluyen sobre los cerros y las sierras lejanas del Laturce clavijeño cercano y el Moncalvillo lejano. Subo desde la calle pisando los penúltimos copos de nieve, breves algarazos, más bien amarguras, que se han ido posando como ramalazos de nieve menuda, azotándome el cuerpo de forma intermitente y amoratándome las manos y la cara envueltas en esa ventisca tibia y calma como un tazón de leche mientras intento meterme en casa.  

Ahora mismo observo tras el ventanal que los copos, que parecen boinas esponjosas, se abaten sobre las casas y los campos obligando a los villanos a recluirse sobre sí mismo. Y siento nevar, nevar sin parar, nevar a mantas, primero con una cierta agitación punzante si el viento helador es el tan traído y llevado cierzo, afilado como un dalle, y luego mansamente, con copos como vedijas del esquilo. Y después todo queda en silencio, silencio de nieve, que envuelve las casas y los campos.  

¡Bendito sea Dios!, exclama mi agricultor ante tan esplendoroso espectáculo preguntándome y ¿año de bienes?, no estoy seguro, le respondo. Aquí los bienes siempre fueron escasos, mientras que la piadosa nieve siempre fue en estos pueblos semi-despoblados mucho más que un elemento decorativo; tiene función igualitaria, acaso de denuncia o desagravio, aunque resulte una demostración pasajera. Y es que estas tierras siempre fueron tierras pardas, ásperas y torturadas, sea o no año de nieves, donde nunca se vio la cigüeña por San Blas, porque la cigüeña, como los viejos poetas de Castilla, jamás se atrevió, una vez estacionada en Alfaro,  a cruzar “Peña Iciembre” y el desfiladero de Maquiz, quedándose sin descubrir la sublime belleza de las almendreras en flor de estos campos y de su gracioso campanario rural.

Como ya no soy niño, pero ha llegado la nieve, aquí quedo celebrando el evento junto a la cocina, con la lumbre permanentemente encendida, donde soy feliz junto al refugio obligado recordando el olor a matanza, colgada en las varas del techo ennegrecido del hogar, y a humo de la támbara. Y es ahora, medio amodorrado, cuando es un placer escuchar el ronroneo de los gatos y el borbollar de los pucheros en el fuego y recordar esa mesa rectangular cubierta con ese hule de azul descolorido en la que nunca faltaba el alegre porrón con el que mi padre, ¡ay mi padre!, siempre obsequiaba a todo aquel que se acercaba. Eran, recuerdo, días duros de invierno, días de trasnocho escuchando a duras penas, si la electricidad lo permitía, la radio. Eran días donde la nieve lo enterraba todo sobresaliendo los gruesos carámbanos colgando de los aleros. Eran jornadas en las que los bajos de la casa eran un hervidero de vida animal, que nos hacía, creo yo, más humanos. Y eran días cuando las estrellas brillaban como diamantes, donde la nieve ocultaba, por unos días, las cicatrices de las ruinas y las huellas del pasado y dónde junto al fuego de mi vieja cocina resonaba el alarido de las úrguras a través del hueco de la chimenea.  Y es por todo esto por lo que no apetecía salir de casa; este caer la nieve y su viento a mí me desarropaban haciéndome recordar que los turiones de los narcisos, aun con la heladura o precisamente por ella, estaban a punto de emerger. Y que ya quedaba poco para que el alimoche, buitre parecido al gallo, con plumaje negro puro y blanco sucio por lo que recuerda a la cigüeña, llegue desde África con los vientos del sureste a esperar el parto de alguna oveja para alimentarse de la placenta, aunque siempre se le adelante la urraca, y luego el grajo, ese que vuela al hacer un frío del carajo. Bajo esta nieve que aquí resbala por las aceras, cuando pasen los días del deshielo empezaran a florecer los sauces blancos y en las iglesias los tejos. Me doy cuenta que hoy ha sido un día de invierno en los que parece que, por los cuatro puntos cardinales, alguien se hubiera dejado una puerta abierta. Y es que: “¡También ahora nieva como antes!”. Vale.

Texto y fotos La Medusa. Copyright ©

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