miércoles, 12 de noviembre de 2014 in

Monigotes o champiñones de arenisca




Monigotes o champiñones de arenisca

Era viernes, un viernes de principios de noviembre. Los viajeros deseaban conocer ese tramo del litoral mediterráneo murciano salvaje y virgen y, para ello, se trasladaron hasta Bolnuevo para conocer y descubrir, a través de sendas pegadas a la costa: calas paradisíacas, paraísos del baño en la intimidad, territorios desnudos ideales para el contacto directo con el mar, finas arenas, naturaleza y, también, historia. 

Los viajeros, al apuntar el día, partieron desde su lugar de descanso en Santiago de La Ribera. Tomamos la A-7 dirección Vera y al llegar a la salida 627B, nos incorporamos  a la RM-2, dirección a Mazarrón para, posteriormente, continuar por la RM-23 y sin entrar en la localidad minera, seguir dirección Bolnuevo por la RM-332 y la RM-D6, y, una vez en Bolnuevo, tomaron la calle Pedro López Meca, hasta llegar a la explanada del muestrario donde estaban expuestas esas setas o monigotes de arenisca.

Aquella mañana nuestro atuendo fue de lo más ligero: calzado deportivo, gafas de sol, gorra, pantalón corto, suéter de manga corta, y eso sí, aun estando en noviembre,  un buen embadurnado de crema solar. Al llegar a las famosas y archifotografiadas gredas dejamos el coche en un ensanche, robado al mar, de tierra arenisca del mismo color de esas gredas: color crudo tostado. Setas gigantes frente al mar era lo que estábamos contemplando, eran, por su semejanza, como gigantes champiñones. Y ante tal muestrario de esculturas los viajeros se detuvieron a contemplar y fotografiar tales bellezas. Fue todo un embeleso colorista, del granate al crema, los que marcaban los perfiles de ese litoral mazarronero que sentíamos parecía derretirse bajo los rayos de sol y las justicieras  picaduras de las moscas; y ese calor de noviembre o verano membrillero se mostraba como congelado ante los intensos, balsámicos y poéticos azules de este Mediterráneo limpio y transparente.

Ante tal espectáculo escultórico los viajeros trataban de recordar lo que habían contemplado y dejado atrás en este su trayecto hacia Bolnuevo: un litoral abrupto donde la silueta de los molinetes arruinados de viejas explotaciones mineras, y las montañas de ganga y escoria de mil tonalidades ocres arrancadas a la tierra desde época romana, dominaban unos parajes solitarios, de calas nudistas y atardeceres sangrientos de brea y de sal;  puros desiertos pedregosos, fundidos entre su belleza y su misterio; territorios duros y ásperos quebrados por un sol cegador que sirve de alimento a brezales, lastonares de esparto, henequenes, pitas y coscojas; un paisaje africano a la orilla del Mare Nostrum colonizado por artos, orovales, cornicales, bayones, albaidas, fiel espejo donde se reflejan  esos arbustos inteligentes y de nombre poético, bien adaptados a la extrema sequía habitual del sureste murciano, que pierden la hoja en los estíos veraniegos y florecen como un arrebato de vida en cuanto aparecen las primeras lluvias otoñales. Puro desierto.


 Nos cuentan a los viajeros que estos monigotes semejantes a champiñones se formaron hace cuatro millones de años cuando un pliegue tectónico elevó el fondo marino. Y que desde entonces, el viento ha ido esculpiendo esas erosiones en un acantilado y dos esculturas naturales. Nos dicen que su silueta fungiforme se debe a las corrientes de aire marino que arrastran partículas de arena que son capaces de desgastar más la franja inferior del terreno. Y además hay una leyenda ligada a un suceso real: la noche del 16 de noviembre de 1585 desembarcaron en la bahía de Mazarrón unos 500 piratas. Según el mito, éstos huyeron cuando la Virgen se apareció frente a Bolnuevo, dejando tras de sí una bandera que, según nos cuentan, todavía se conserva.


Nuestro viaje hacia esas esculturas naturales, que a los viajeros les recordó esos Picuezo y Picueza de la villa riojana de Autol, fue una jornada agotadora en contacto con la arena y la sal, observando los fósiles que la erosión del agua y del aire han dejado a la vista, y las curiosas 'esculturas' que los agentes atmosféricos han legado a la humanidad. También lo fue de disfrute de ese maravilloso amanecer con ese su intenso sabor a mar y refrescante brisa marina.

Y, de vuelta a casa, una carretera, RM 332, en aceptable estado de conservación culebrea entre alijares y ramblas pedregosas, encargadas de desaguar el sobrante de las tormentas en unas playas de cantos redondos y negruzcos. Vale



Fotos y texto de La Medusa Paca. Copyright ©

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