Monigotes o champiñones de arenisca
Monigotes o champiñones de arenisca
Era viernes, un viernes de principios de noviembre.
Los viajeros deseaban conocer ese tramo del litoral mediterráneo murciano
salvaje y virgen y, para ello, se trasladaron hasta Bolnuevo para conocer y
descubrir, a través de sendas pegadas a la costa: calas paradisíacas, paraísos
del baño en la intimidad, territorios desnudos ideales para el contacto directo
con el mar, finas arenas, naturaleza y, también, historia.
Los viajeros, al apuntar el día, partieron desde su
lugar de descanso en Santiago de La Ribera. Tomamos la A-7 dirección Vera y al
llegar a la salida 627B, nos incorporamos
a la RM-2, dirección a Mazarrón para, posteriormente, continuar por la
RM-23 y sin entrar en la localidad minera, seguir dirección Bolnuevo por la
RM-332 y la RM-D6, y, una vez en Bolnuevo, tomaron la calle Pedro López Meca,
hasta llegar a la explanada del muestrario donde estaban expuestas esas setas o
monigotes de arenisca.
Aquella mañana nuestro atuendo fue de lo más ligero:
calzado deportivo, gafas de sol, gorra, pantalón corto, suéter de manga corta,
y eso sí, aun estando en noviembre, un
buen embadurnado de crema solar. Al llegar a las famosas y archifotografiadas
gredas dejamos el coche en un ensanche, robado al mar, de tierra arenisca del
mismo color de esas gredas: color crudo tostado. Setas gigantes frente al mar
era lo que estábamos contemplando, eran, por su semejanza, como gigantes
champiñones. Y ante tal muestrario de esculturas los viajeros se detuvieron a
contemplar y fotografiar tales bellezas. Fue todo un embeleso colorista, del
granate al crema, los que marcaban los perfiles de ese litoral mazarronero que
sentíamos parecía derretirse bajo los rayos de sol y las justicieras picaduras de las moscas; y ese calor de
noviembre o verano membrillero se mostraba como congelado ante los intensos,
balsámicos y poéticos azules de este Mediterráneo limpio y transparente.
Ante tal espectáculo escultórico los viajeros trataban
de recordar lo que habían contemplado y dejado atrás en este su trayecto hacia
Bolnuevo: un litoral abrupto donde la silueta de los molinetes arruinados de
viejas explotaciones mineras, y las montañas de ganga y escoria de mil
tonalidades ocres arrancadas a la tierra desde época romana, dominaban unos
parajes solitarios, de calas nudistas y atardeceres sangrientos de brea y de
sal; puros desiertos pedregosos,
fundidos entre su belleza y su misterio; territorios duros y ásperos quebrados
por un sol cegador que sirve de alimento a brezales, lastonares de esparto, henequenes,
pitas y coscojas; un paisaje africano a la orilla del Mare Nostrum colonizado
por artos, orovales, cornicales, bayones, albaidas, fiel espejo donde se
reflejan esos arbustos inteligentes y de
nombre poético, bien adaptados a la extrema sequía habitual del sureste
murciano, que pierden la hoja en los estíos veraniegos y florecen como un
arrebato de vida en cuanto aparecen las primeras lluvias otoñales. Puro
desierto.
Nos cuentan a los viajeros que estos monigotes
semejantes a champiñones se formaron hace cuatro millones de años cuando un
pliegue tectónico elevó el fondo marino. Y que desde entonces, el viento ha ido
esculpiendo esas erosiones en un acantilado y dos esculturas naturales. Nos
dicen que su silueta fungiforme se debe a las corrientes de aire marino que
arrastran partículas de arena que son capaces de desgastar más la franja
inferior del terreno. Y además hay una leyenda ligada a un suceso real: la
noche del 16 de noviembre de 1585 desembarcaron en la bahía de Mazarrón unos
500 piratas. Según el mito, éstos huyeron cuando la Virgen se apareció frente a
Bolnuevo, dejando tras de sí una bandera que, según nos cuentan, todavía se
conserva.
Nuestro viaje hacia esas esculturas naturales, que a
los viajeros les recordó esos Picuezo y Picueza de la villa riojana de Autol,
fue una jornada agotadora en contacto con la arena y la sal, observando los
fósiles que la erosión del agua y del aire han dejado a la vista, y las
curiosas 'esculturas' que los agentes atmosféricos han legado a la humanidad.
También lo fue de disfrute de ese maravilloso amanecer con ese su intenso sabor
a mar y refrescante brisa marina.
Y, de vuelta a casa, una carretera, RM 332, en
aceptable estado de conservación culebrea entre alijares y ramblas pedregosas,
encargadas de desaguar el sobrante de las tormentas en unas playas de cantos
redondos y negruzcos. Vale
Fotos y texto de La Medusa Paca. Copyright ©
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