Las horas y el Sol
La Medusa lleva un mes intentando captar al sol, en su
salida, a la misma hora y desde el mismo sitio y lo está consiguiendo. Durante
el último mes se ha despertado a la hora de siempre pero, al mirar el reloj, ya
no era la misma, sino una hora más temprano. Ha observado que están las horas
cambiadas y el Sol en su sitio. Ha detectado, fotografía tras fotografía, que la
luz del sol decrece estos días con tanta fuerza que su rumor abandona ya, no
sólo segundos, sino minutos enteros de luz; hoy, este día, perderá a la noche algún
minutejo más de luz al amanecer, y algún que otro montón de segundos más por la
tarde, en el ocaso, cuyos crepúsculos también se acortan.
Pero, desde aquí, a la orilla del mar, donde consumo
mi experiencia, percibo estos días, que decrecen, como un tiempo que se puede
contar en números, en velocidad y en apertura o cierre de diafragma y también como
un olor indefinido que llega desde las ramas y copas de las palmeras, o como un
sonido lejano parecido al que hacen las olas del mar al detenerse para que
veamos su cresta, justo antes de reventar en flores, en cantos y en hojas, y
también lo percibo como una luz que huele y suena. Así veo la luz que consigue
despertar a la caracola enterrada, a la medusa dormida y a los langostinos
buscando las encañizadas que llenan de yemas verdes de las mimbres cesteras del
pescador. Y es que esa luz es como la que poseen los niños que salen de casa, cuando
amanece el día, camino de la escuela y, también, es una como esa ola invisible
que espanta y rompe en parejas las bandadas infinitas de pájaros gaviotas. Y
pienso, que allá en invierno cuando esté consolidado el nuevo año nos traerá otra
luz, tal vez, aquella que nunca nos trajo.
Y la Medusa estaba en esta experiencia
cuando recordó sus tiempos infantiles en los que recordaba el canto del gallo y
es que éste, aunque las horas estén cambiadas y el sol en su sitio, el gallo
siempre canta a su hora y siempre canta lo mismo, siguiendo el horario del sol
y de las estrellas. Aunque, según el oído humano, detecte su sonido como quiquiriquí
en español, coquelicó en Francia, rukerikú en Luxemburgo, y kikeriki en
Alemania, el gallo canta siempre lo mismo y siempre a su hora según me transmitieron
ese mazarronero-francés jubilado, el amigo orensano-luxemburgués y ese alemán
de Aragón, vecino de barra de chiringuito, a la hora, siempre la misma, de
tomarnos un pinta de cerveza.
Y tratando de unir la experiencia de la luz con mis
años infantiles me viene a la memoria que, ya en casa de mis padres, en las
dependencias de la cuadra convertida en corral, existió la costumbre de
proporcionar a las gallinas una iluminación suplementaria, aunque los efectos
sobre la puesta no se debían, como se creía entonces, a que el tiempo para
comer se prolongara, sino al número de horas de luz que, al alargarse, las
inducía a seguir poniendo huevos de noche como si fuera de día. Allí, las
gallinas obedecían a los interruptores eléctricos de la cuadra, mientras los
gallos, fuera del corral, al aire libre, siempre cantaban, supongo lo seguirán
haciendo, cuando amanece. Y antes, también ahora, me di cuenta que los relojes
biológicos dependen de la luz, de ahí que con el mes que llevamos con el
horario cambiado haya comprobado que todo lo que me rodea se ha desajustado: el
pájaro que se despertaba y cantaba, ya no lo hace o yo no lo escucho, que esos florecidos
jazmines ya no perfuman la noche, lo que me impide sumergirme en los ritmos de
la Tierra, viviendo en un permanente desasosiego. Y aunque todo esté pensado
para no pensar, recién cambiadas hace un mes las horas, hoy la Medusa se ha detenido
a contemplar este asunto de la luz y de las oscuridades, que no es una cuestión
de huevo, sino de fuero. Vale.

Fotos y texto de La Medusa Paca. Copyright ©