Septiembre, el que no tenga ropa que tiemble
Septiembre, el que no tenga ropa que tiemble
Recuerdo haber leído que el canto de un pájaro fue
la inspiración que tuvo Beethoven para componer las cuatro primeras notas de la
Quinta sinfonía. En el huerto en frente de casa hay dos higueras, una da brevas
e higos y la otra solo higos. En las últimas mañanas de mitad de agosto la
brevera parecía una pajarería. Los zorzales, currucas, mirlos, herrerillos y
hasta el gorrión común se reunían para componer un coro de voces muy diversas.
Al potente canto del mirlo le acompañaba el más musical del zorzal y el
murmullo de los herrerillos. El Pico picapinos, al que no le gusta la blanda
madera de la higuera, hacía la percusión sobre un nogal cercano y los metales
los manejaba el petirrojo, pasando de los higos, y prefiriendo la carne de
larvas y gusanos. Y mientras, el chochín, desde los matorrales cercanos, lanzaba
al aire sus potentes trinos.
Ahora, finales de Agosto, cuando los higos están en
sazón, los artistas han cambiado de escenario y entonan su melodía desde la
higuera, la más cercana a la entrada de la casa, dejando a las brevas
aletargadas madurar hasta la próxima primavera. En la higuera, por estar más a
mano, expertas manos tienen la competencia para recoger los higos y hacer
mermelada. Y, ya saben, de higos a brevas la orquesta descansa en espera del
renacer de la primavera.
Se aproxima el final del verano y aunque los fríos
todavía se ven muy lejanos, observo que el campo empieza los preparativos para
afrontar la mala estación. El paisaje sonoro tiende a los extremos; de los
bullicios concentrados en torno a las
bandadas de aves en vuelo migratorio, a los silencios que, de día en día, se
extienden por los huertos y campos aledaños a la casa. Es la consecuencia del
cese de la actividad. En mi localidad de Villamediana de Iregua, en La Rioja, veo
como unas decenas de golondrinas hacen un alto para reagruparse y reponer
fuerzas. Se posan sobre los cables en una larga hilera. Y detecto que el fondo
sonoro del otoño ya está esbozado. En las laderas cercanas ya no escucho otra
cosa que el vacío, la inactividad. Un silencio sólo punteado por las llamadas
de los últimos grillos y por el reclamo en forma de chasquidos del tenaz petirrojo.
Y, en ese silencio, recuerdo el septiembre mediterráneo
de los frutales en la naturaleza transgredida. Los naranjos y los nísperos, granados
y jinjoleros, albaricoqueros, melocotoneros y limoneros dominando patios, corrales
y huertos antiguos. Aquí como allí, las higueras son vecinas del hogar. Y
todos, incluidos los olivos que se trasplantan, dominan bancales, parterres, corrales,
patios y huertos, quedando los manzanos, ciruelos y membrillos solos en la
nada, como marginales o sujetos robustos de plantaciones anticuadas. Y eso me
conduce a detenerme ante nuevas hileras, de árboles tensados en alambres y
parrales. Son nuevas masas de melocotoneros, cerezos, picotas y manzanos confundiéndose
con altares gigantes de cirios.
Como ya estamos en septiembre la naturaleza es todo
un sentido de la oportunidad. Los arbustos del campo, en libertad, se llenan de
suculentas frutas de colores rojizos y violáceos: moras, frambuesas, gayubas,
acerolas, arándanos, madroños, escaramujos y otras muchas, cuando las aves
necesitan nuevas energías, brotan en el mejor momento. Pájaros insectívoros y
granívoros, sin distinción, también el ser humano, están dispuestos a mancharse
el pico y la boca de morado; los migrantes para proseguir el viaje hacia tierras
cálidas; los sedentarios, los que se quedan, para engordar y resistir los
tiempos que se avecinan. Unos prefieren la pulpa, dulce y nutritiva. Otros
buscan las semillas, auténticos concentrados de energía. Todos quedan felices y
satisfechos.
Recuerdo mi niñez cuando todo transcurría en torno a
un zarzal, una de esas marañas que crecen en cualquier linde, junto a una
valla, en todas las riberas. Allí, en torno a los colores rojizos y morados de
los frutos, me sentaba a escuchar esa muy pobre sinfonía, formada por los silbidos
y chasquidos de esos simples reclamos de las aves canoras que deambulaban como
pájaros forestales, impacientes, tímidos, más o menos hambrientos, sin perder de
vista a las suculentas moras. Siempre observé cómo se aproximaba un gordo
camachuelo, con su pecho colorado como una mora sin madurar. Constantemente me
fascinaba ver pasar de largo bandadas de jilgueros. Me di cuenta cómo desdeñaban
las bayas, prefiriendo otro tipo de comida más espinosa, como las semillas de
los cardos.
Estamos en los días previos del veranillo de San
Miguel y durante un momento el chochín tiene una ilusión, sufre una regresión
sonora y canta con la voz de cualquier mañana de primavera. Pero la ilusión
dura poco, hay que alimentarse y el gruñido regañante se oye de nuevo por la
espesura. Y oigo, puesto en escena, reclamar a un pinzón
vulgar, con una serie de notas simples, dobles y triples. Parece dudar; los
pinzones se encuentran a gusto por las ramas o rebuscando la fruta caída en el
suelo, pero no en las inestables y afiladas frondas del zarzal. Hace mal en
esperar. Se aproxima un barullo, una mezcolanza de silbidos, carraspeos,
chillidos y aleteos. Llega una bandada mixta que deambula por entre el rastrojo,
ya agostado, envuelta en un sutil murmullo. Vale.
Texto y fotos La Medusa
Paca. Copyright ©
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