El pueblo en la cara
El pueblo en la cara
Cuando yo salí del pueblo, hace la friolera de cuarenta y
ocho años, me topé con el Aniano, el Cosario, bajo el chopo del Elicio,
frente al palomar de la tía Zenona, ya en el camino de Pozal de la Culebra. Y el
Aniano se vino a mí y me dijo: «¿Dónde va el Estudiante?». Y yo le dije: «¡Qué sé
yo! Lejos». «¿Por
tiempo?» dijo él. Y yo le dije: «Ni lo sé». Y él me dijo
con su servicial docilidad: «Voy a la capital. ¿Te se ofrece algo?». Y yo le dije:
«Nada, gracias Aniano».
Ya en el año cinco, al marchar a la ciudad para lo del
bachillerato, me avergonzaba ser de pueblo y que los profesores me
preguntasen (sin indagar antes si yo era de pueblo o de ciudad): «Isidoro, ¿de qué
pueblo eres tú?». Y también me mortificaba que los externos se dieran de codo
y cuchichearan entre sí: «¿Te has fijado qué cara de pueblo tiene el Isidoro?»
o, simplemente, que prescindieran de mí cuando echaban a pies para disputar
una partida de zancos o de pelota china y dijeran despectivamente: «Ése no; ese
es de pueblo». Y yo ponía buen cuidado por entonces en evitar decir: «Allá en
mi pueblo»…
«El día que regrese a mi pueblo», pero, a pesar de ello,
el Topo, el profesor de Aritmética y Geometría, me dijo una tarde en que yo no
acertaba a demostrar que los ángulos de un triángulo valieran dos rectos:
«Siéntate, llevas el pueblo escrito en la cara». Y, a partir de entonces, el hecho de
ser de pueblo se me hacía una desgracia y yo no podía explicar cómo se cazan
gorriones con cepos o colorines con liga, ni que los espárragos, junto al arroyo,
brotaran más recio echándoles porquería de caballo, porque mis compañeros me
menospreciaban y se reían de mí. Y toda mi ilusión, por aquel tiempo,
estribaba en confundirme con los muchachos de ciudad y carecer de un pueblo que
parecía que le marcaba a uno, como a las reses, hasta la muerte. Y cada vez que en
vacaciones visitaba el pueblo, me ilusionaba que mis viejos amigos, que seguían
matando tordas con el tirachinas y cazando ranas en la charca con un alfiler y
un trapo rojo, dijeran con desprecio: «Mira el Isi; va cogiendo andares de
señoritingo». Así, en cuanto pude, me largué de allí, a Bilbao, donde decían que embarcaban
mozos gratis para el Canal de Panamá y que luego le descontaban a uno el
pasaje de la soldada. Pero aquello no me gustó, porque ya por entonces padecía yo
del espinazo y me doblaba mal y se me antojaba que no estaba hecho para
trabajos tan rudos y, así de que llegué, me puse primero de guardagujas y después
de portero en la Escuela Normal y más tarde empecé a trabajar las radios
Philips que dejaban una punta de pesos sin ensuciarse uno las manos. Pero lo
curioso es que allá no me mortificaba tener un pueblo y hasta deseaba que
cualquiera me preguntase algo para decirle: «Allá, en mi pueblo, el cerdo lo matan así,
o asao». O bien: «Allá, en mi pueblo, los hombres visten traje de pana rayada y las
mujeres sayas negras, largas hasta los pies». O bien: «Allá, en mi pueblo, la
tierra y el agua son tan calcáreas que los pollos se asfixian dentro del huevo sin
llegar a romper el cascarón».
O bien: «Allá, en mi pueblo, si el enjambre se larga,
basta arrimarle una escriña agujereada con una rama de carrasco para
reintegrarle a la colmena». Y empecé a darme cuenta, entonces, de que ser de pueblo era
un don de Dios y que ser de ciudad era un poco como ser inclusero y que los
tesos y el nido de la cigüeña y los chopos y el riachuelo y el soto eran
siempre los mismos, mientras las pilas de ladrillo y los bloques de cemento y las montañas
de piedra de la ciudad cambiaban cada día y con los años no restaba allí un solo
testigo del nacimiento de uno, porque mientras el pueblo permanecía, la ciudad
se desintegraba por aquello del progreso y las perspectivas de futuro.
PD. Como los lectores se habrán dado cuenta
estas 707 palabras no son mías, son de Miguel Delibes Serién y las tomo
prestadas de esas sus “Viejas historias de Castilla La Vieja”. He querido
describir a todos esos que llevamos “El pueblo en la cara” y no he encontrado nada mejor que lo descrito
por D. Miguel. Nadie lo ha hecho con tanta soltura, con tanto realismo y con
palabras tan adecuadas como lo expuesto por el Vallisoletano. Y es que Él
también llevaba el pueblo en la cara. Vale
Fotos La Medusa Paca. Copyright ©
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