jueves, 7 de diciembre de 2017 in

Lamentos bajo la tierra




Lamentos bajo la tierra
“Aquí estoy para vivir
mientras el alma me suene,
y aquí estoy para morir,
cuando la hora me llegue,
en los veneros del pueblo
desde ahora y desde siempre.
Varios tragos es la vida
y un solo trago es la muerte”. (Miguel Hernández)

Fue en una fría, esplendorosa y lucida mañana de los primeros días de diciembre. Rascaba el viento del norte. Los viajeros tuvieron que abrigarse al subirse a ese singular tren minero de una locomotora y dos vagones que iba a permitir se acercaran hasta la bocamina de Agrupa Vicenta, descubrir distintas sensaciones y hasta escuchar los ecos mineros que brotaban de las entrañas de la montaña como ecos de aquellos fatigados troveros que, tiempos atrás, se desahogaron con los quejíos de sus tarantos, mineras, cartageneras, levanticas y murcianas para cantar su dolor y convertirlos en arte envuelto en los olores gozosos de esta tierra acomodada para las encinas, palmitos y pinos carrascos que, junto al lentisco, sabinas moras, acebuche y esparto, coscojos y mirtos, azufaifos, tapeneras, chumberillos de lobo y manzanilla, lucían ese verdor engalanado por las caídas lluvias del día anterior.   

Y allí, después de dejar atrás la carretera del 33 y contemplar al aire libre ruinas de esta actividad como castilletes, pozos, chimeneas, lavaderos de mineral, hornos de calcinación y fundiciones o polvorines, nos plantamos en la bocamina, donde todo era plasticidad arañada, esfuerzo, sacrificio, dolor y sobria y profunda belleza. ¡Ay! la mina, “donde todo es un lamento / que al salir del corazón / le da su quejío al viento / y en las minas de La Unión se hace luto y sentimiento.” ¡Ay! la minera. ¡Ay! los mineros. 


Y, ya dentro, entre galerías y columnas, llaves de madera, perforadores y olor a pólvora, “cunas” y railes, bóvedas sudorosas, pozos, chimeneas de ventilación, tolvas, lámparas de carburo, lagos de aguas rojizas, todo se tiznó de perfume sulfuroso formado por esquistos, pizarras o lutitas bituminosas y ese colorido proporcionado por ese manto piritoso conocido como "manto de los azules"  como presagio de ese viento del pueblo escrito y cantado por Miguel Hernández y que condujeron a recordar esos maniquíes teatralizados: “Vestido de esqueleto,/ durmiéndote de plomo,/ de indiferencia armado y de respeto,/ te veo entre tus cejas si me asomo.

Y allí me senté, en las entrañas de la tierra, como inspirándome, junto al lago, como si fuese un lago de otoño y también de verano, de invierno y de primavera y también de la bondad, del dolor y la excelencia, de la felicidad y del gozo. De la blandura y lujuria; de la muerte y del olvido. Del odio y perseverancia. De la soledad y sueños; de la esperanza, del tiempo y del miedo, donde se voceaba con la voz de luto:  

“Ningún peligro le espanta
al minero de La Unión
porque lleva cuando canta
la mina en el corazón
y el filón en la garganta”

Y así, ¿qué más?, os dejo, querido minero y cantaor. ¡Hasta siempre, adalides! ¡Hasta siempre, poetas! ¡Hasta siempre cantiñas, seguiriyas, fandangos, levanticas y tarantas! Queden sus gargantas en paz, aun rotas por el polvo del interior de la tierra, porque, como contestó aquel: "aquí se canta, acaso, porque me lo manda la sangre". Vale.

Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©

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