jueves, 15 de octubre de 2015 in

“Bueno, vale ya, dejad algo para los pájaros”







“Bueno, vale ya, dejad algo para los pájaros” 

“Parecen que dormitan, y no alcanzan
sus toscas ramas por el medio día;
y a la vista reposa en cada hoja.
Más traslucidas –perlas verderonas-,
Ya se asoman prudentes por el sueño”. (Mª Inés Guzmán, La Vid)

Aquella tarde quise recorrer terrenos, fincas, viñas, campos y, terminada la vendimia, detenerme ante ese fruto de flor tardía, que echan por segunda vez las cepas y que por ser fuera de tiempo no suele llegar a sazón. Es el racimo pequeño que dejan atrás los vendimiadores. Ese conjunto de cencerrones, de redrojos, de esos racimos que maduran más tarde porque salieron de los nietos a destiempo. Son los racimos de segunda floración. Esas uvas surgidas en los sarmientos en posición más alta que la de la vendimia normal que tradicionalmente se abandonan, no son atrapadas por el corquete y no se recogen por ser su tamaño y composición no adecuados para vino de calidad. Son uvas de escaso grado y ácidas hasta esconder su déficit madurativo. Son las uvas denominadas agraces, y en francés “verjus”. Son uvas agrupadas en racimos de segunda floración, como hijos pródigos de esos otros racimos de tinta, granados y hermosos. Esos que sobresalen entre sarmientos, color leña, envarados de los que también cuelgan todavía otros racimos hermanos. Son aquellos que se abren paso entre las hojas de la vid, a las que los ocres y los sienas del primer otoño empiezan a comer los últimos verdes del verano y la ya lejana primavera. Son aquellos que irrumpen del interior de un fondo abstracto, de claridad casi invernal, que evita el paisaje de la viña y focaliza toda la atención en el propio racimo y su breve momento de esplendor. 

Es la racima, ese simple ramillete de uva, imagen sencilla y compleja de belleza, icono de una tierra y unas gentes que apuestan el año entero a esta época crucial de la vendimia. Es un racimo de uva, racimo en cepa,  todavía sin vendimiar, como abandonado en su sencillez franciscana y en su color profanado. Es todo un símbolo, un reflejo de esas emociones propias de la contemplación de la belleza plástica de la vid. Es el reflejo de todos los colores otoñales, cuando empiezan a salir esos ocres y sienas. Es la metamorfosis cromática del año y de las distintas estaciones, que van desde el blanco y negro del invierno a la explosión de colores del otoño, tras pasar por todo el desarrollo vegetativo de la primavera y el verano.

Es la racima, esas uvas a las que hoy les falta el envero, oscurecimiento de los frutos con los días, que no se vendimian, se raciman, se recolectan más tarde, quedando como en espera cuando vuelven al silencio del viñedo, con sus brumas y sus terrones rojos y sus perdices, malvices y tordos bajo el paraguas de los pámpanos deseando hincarles el pico y esperando junto a las malvices subirse a los árboles, si ese día no va a llover, para predecirlo, aunque pocos lo entiendan. Es entonces cuando esa nube pajaril baja del cielo en búsqueda, junto a los estorninos, de esas racimas que los vendimiadores abandonaron para los humildes, las cabras y para las viudas. Son racimos pequeños, cabreros e inmaduros que alimentan a los que se alegran de que no haya que llevarse todo para hacer el vino. Es un diminuto racimo transmitiendo un no sé qué a los riojanos. Es la segunda vendimia. Es como si bajo la sierra, los guardaviñas y los desnudos sarmientos resonasen, al unísono, esas roncas y cigarreras voces de los abuelos de mis hijos: agricultores sabios.  “Bueno, vale ya, dejad algo para los pájaros”.   

Texto y fotos La Medusa. Copyright ©

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