“Bueno, vale ya, dejad algo para los pájaros”
“Bueno, vale ya, dejad algo para los pájaros”
“Parecen que dormitan,
y no alcanzan
sus toscas ramas por el
medio día;
y a la vista reposa en
cada hoja.
Más traslucidas –perlas
verderonas-,
Ya se asoman prudentes
por el sueño”. (Mª Inés Guzmán, La Vid)
Aquella tarde quise recorrer terrenos, fincas, viñas,
campos y, terminada la vendimia, detenerme ante ese fruto de flor tardía, que
echan por segunda vez las cepas y que por ser fuera de tiempo no suele llegar a
sazón. Es el racimo pequeño que dejan atrás los vendimiadores. Ese conjunto de
cencerrones, de redrojos, de esos racimos que maduran más tarde porque salieron
de los nietos a destiempo. Son los racimos de segunda floración. Esas uvas
surgidas en los sarmientos en posición más alta que la de la vendimia normal
que tradicionalmente se abandonan, no son atrapadas por el corquete y no se
recogen por ser su tamaño y composición no adecuados para vino de calidad. Son uvas
de escaso grado y ácidas hasta esconder su déficit madurativo. Son las uvas denominadas
agraces, y en francés “verjus”. Son uvas agrupadas en racimos de segunda
floración, como hijos pródigos de esos otros racimos de tinta, granados y
hermosos. Esos que sobresalen entre sarmientos, color leña, envarados de los
que también cuelgan todavía otros racimos hermanos. Son aquellos que se abren
paso entre las hojas de la vid, a las que los ocres y los sienas del primer
otoño empiezan a comer los últimos verdes del verano y la ya lejana primavera.
Son aquellos que irrumpen del interior de un fondo abstracto, de claridad casi
invernal, que evita el paisaje de la viña y focaliza toda la atención en el
propio racimo y su breve momento de esplendor.
Es la racima, ese simple ramillete de uva, imagen
sencilla y compleja de belleza, icono de una tierra y unas gentes que apuestan
el año entero a esta época crucial de la vendimia. Es un racimo de uva, racimo
en cepa, todavía sin vendimiar, como
abandonado en su sencillez franciscana y en su color profanado. Es todo un
símbolo, un reflejo de esas emociones propias de la contemplación de la belleza
plástica de la vid. Es el reflejo de todos los colores otoñales, cuando
empiezan a salir esos ocres y sienas. Es la metamorfosis cromática del año y de
las distintas estaciones, que van desde el blanco y negro del invierno a la
explosión de colores del otoño, tras pasar por todo el desarrollo vegetativo de
la primavera y el verano.
Es la racima, esas uvas a las que hoy les falta el
envero, oscurecimiento de los frutos con los días, que no se vendimian, se
raciman, se recolectan más tarde, quedando como en espera cuando vuelven al
silencio del viñedo, con sus brumas y sus terrones rojos y sus perdices,
malvices y tordos bajo el paraguas de los pámpanos deseando hincarles el pico y
esperando junto a las malvices subirse a los árboles, si ese día no va a
llover, para predecirlo, aunque pocos lo entiendan. Es entonces cuando esa
nube pajaril baja del cielo en búsqueda, junto a los estorninos, de esas
racimas que los vendimiadores abandonaron para los humildes, las cabras y para
las viudas. Son racimos pequeños, cabreros e inmaduros que alimentan a los que
se alegran de que no haya que llevarse todo para hacer el vino. Es un diminuto
racimo transmitiendo un no sé qué a los riojanos. Es la segunda vendimia. Es como
si bajo la sierra, los guardaviñas y los desnudos sarmientos resonasen, al
unísono, esas roncas y cigarreras voces de los abuelos de mis hijos: agricultores
sabios. “Bueno, vale ya, dejad algo para
los pájaros”.
Texto y fotos La Medusa. Copyright ©
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