jueves, 18 de junio de 2015 in

La miel






La miel

“Yo abandono Roma.
Los campesinos abandonan la tierra.
Las golondrinas abandonan mi pueblo.
Los files abandonan las iglesias.
Los molineros abandonan las aceñas.
Los montañeses abandonan los montes.
La gracia abandona a los hombres.
Alguien lo abandona todo”. (Tonino Guerra)

La lectura de la obra “Muerte de un apicultor (editorial Nórdica)” del novelista sueco Lars Gustafsson me ha conducido a rescatar de mi nebulosa memoria la imagen de mi abuelo materno Arcadio, ese agricultor, tendero, hornero, cazador de escopeta, reclamo y hasta de lazo, y apicultor en sus ratos libres, inhiesto sobre su abejera situada en ese barranco de su finca Ordoyo: aquel caserío despoblado, hoy ni siquiera corraliza,  cercano a Quel y que figura con ocho vecinos en el Libro de visita de 1556 del licenciado Gil y que desapareció según la transmitida tradición popular por una invasión de hormigas rojas y que posteriormente ha sido testificada en la leyenda, recogida por Javier Asensio García, en su Romances y Leyendas que: “Los apestados [de Ordoyo] se presentaron en Grávalos y por miedo a ser contagiados no les dieron posada, tuvieron que marcharse y al ver la negativa se marcharon a Quel y los recibieron y desde entonces la aldea de Ordoyo pertenece a Quel”. 

Mi abuelo Arcadio, mientras las horas pasaban como si fueran nubes sobre su cabeza, atendía y cuidaba primorosamente de sus abejas entendiendo que la vida era un hilo de oro que tejían con sus idas y venidas del colmenar a los cercanos escasos almendros y de éstos a la lugareña vegetación dominante como el carrasco, algo de rebollo, retamas del monte, matorrales y monte bajo donde abundan mezcladas entre sí esas hierbas aromáticas como el romero, las aulagas, el té o el tomillo, recolectando ese polen primaveral que iban a convertir en miel en la fábrica invisible y oscura de los panales.  


Me gustaría volver a ese lugar de la abejera situada en la loma de esa fértil hoya regada por una yasa al pie de unos riscos llamados Peñas de los Ahorcados, peñascos abruptos, lisos que para mí siempre destacaron sobre un cielo límpido tirando hacia un suave añil y rodeados por algún pino oloroso y de hierbajos como la aulaga, el romero, el espliego y algún suelto eneldo. Sueño con una vuelta, atravesando, como tantas veces hice, cultivos agrícolas, montes de utilidad pública, esos que comienzan en la muga de Villarroya, llegar hasta la yasa, sentarme a la frescura de la fuente, refrescar la cara con sus aguas, aunque no sé si hacerlo por si todavía anda por ellas esa bruja o mujer de malos principios que allá por el siglo XVI trató de envenenar sus escasas aguas con sapos, salamandras, añadiéndoles hierbas venenosas y hongos que, aunque no los mataban, sí los enfermaban. Y contemplar, si las abejas siguen allí o, como dicen, están desaparecidas, o ya se han ido, lo que sería una gran tristeza y una enorme catástrofe, cómo polinizan la vegetación con su actividad.  No quiero ni pensarlo y es por eso por lo que estos días me las imagino trabajar igual que en aquellos mis años jóvenes aprovechando el calor y la floración del final de la primavera. 

Y después del recorrido y la reflexión sentarme al pie de la pilastra de la iglesia-capilla del Rey de Ordoyo. Yo que he vivido y pasado veranos a la sombra fresca del sauce del Charcal y ayudando en las faenas agrícolas, recuerdo esa iglesia como una construcción de mampostería y sillería de una sola nave de dos tramos y cabecera cuadrada. Cubierta toda ella con bóvedas de crucería de la que, me cuentan, solo quedan los arranques. Recuerdo que a los pies tenía coro alto que en mis tiempos servía de dormitorio, cocina y hasta de despensa. Recuerdo que la cocina era grande y tenía una ancha losa sobre la que se asentaban las trébedes y anafes. La recuerdo renegrida por las llamas y, fundamentalmente, por el humo y la entrada, de medio punto con dovelas bien trabajadas, se abría al muro este protegido por un pórtico. Recuerdo la existencia de otro ingreso en lado sur de la cabecera, que sirvió de sereno y que pudo dar a la sacristía. Se trata de un edificio de estilo gótico del siglo XVI y que yo recuerde fue utilizado como establo y granero, lugar para guardar aperos, casa de labranza y refugio de cazadores. Así la conocí, viví y lo describo.

Sé que su estado de ahora es de ruina total, no cumple su función, ni de establo, ni de granero, ni de habitáculo. Sus bóvedas están hundidas, sus adosados derrumbados y todos los elementos del interior perdidos. Dicen, yo nunca lo supe, que estuvo dedicada a San Miguel. 

Me detengo pensando en lo que han hecho, hacen, y harán las abejas durante toda su existencia y me conduce a la conclusión que las abejas sigan polinizando el planeta y tejiendo el hilo de oro de la vida, esa miel dorada y pura a la que Tonino Guerra dedicó un libro de poesía en el que se contienen versos tan categóricos como estos: “He quemado las páginas de los tres días voy detrás de Pinela el campesino, / que va buscando la miel de las abejas silvestres”.

Y aquí quedo como en la novela del sueco o en los versos de Tonino pensando si el próximo invierno traerá un pronóstico lejano al que tanto mi abuelo Arcadio como las abejas vivirán ajenos. Vale.

Texto y fotos La Medusa. Copyright ©

2 Comments So Far:

  1. Estoy muy interesado en las vivencias personales que reflejas en tu articulo "La miel",referente al lugar de Ordoyo. Dime si puedo contactar contigo sobre este tema. Saludos de suso.ordoyo@hotmail.es

    ResponderEliminar
  2. Yo estoy muy interesado en la ermita y en las abejas, soy el actual propietario de la finca. Mi contacto jm.ayensa@outlook.es

    ResponderEliminar

Con la tecnología de Blogger.

Seguidores