Golondrina en bajo vuelo, anuncia lluvia en el cielo
Golondrina en bajo vuelo, anuncia lluvia en el cielo
“Yo no quiero que a mi
niña
golondrina me la
vuelvan,
se hunde volando en el
Cielo
y no baja hasta mi
estera;
en el alero hace el
nido
y mis manos no la
peinan
Yo no quiero que a mi
niña
golondrina me la
vuelvan”. (Gabriela Mistral)
Ahora que la golondrina ya vuela en bajo vuelo estoy,
como diría Josep Pla, apacentándome en la frescura del ambiente, en su soledad
divina, complaciéndome en la densidad vegetal, donde la luz se adormila en la
pereza. Y canta: No puc, no puc, no puc...
Ahora que faltan pocos días para sentarme de nuevo en
la orilla del Mar Menor me gustaría tener una fresca arboleda junto a mí y
escuchar, a cualquier hora del día, la voz lejana del cuco marcando el paso de
las horas y que mi oído comprobase ese parloteo musical y acelerado de la
golondrina, formado por gorjeos encadenados con final característico: un prrr
áspero de ave cantarina, emitiendo reclamos frecuentes, sobre todo en su agudo
uit, uit. Y caer rendido, después del concierto, bajo una masa de pinares maduros
antes del amanecer o descansar en el fondo de un valle bajo una mata de robles
dentro de una fresneda, o soñar, al caer la tarde, bajo un abetal y junto al
mismo pinar de la mañana pero en noche cerrada. Yo sé que, andando por estas
salitrosas orillas, estos escenarios no serán posibles.
Yo sé que debo olvidarme de esos negros cielos de
allí, ya que aquí apuntarán primorosos los azules de la mañana. En ese momento,
contra el silencio del mar empezarán a resonar en los humedales costeros,
salinas y marismas las llamadas del día. Los cucos estarán entre los primeros,
pero no serán los únicos; junto a ellos cantarán también petirrojos, chochines,
charrancitos y gaviotas, chorlitejos y cigüeñuelas. Y en ocasiones todos acelerarán
la cadencia, elevarán el tono y hasta intentarán parodiar su propia voz.
Y aquí, entre retorcidos pinares, seguiré soñando con
esas bandadas de golondrinas, aves delicada, de alas largas y apuntadas, de
larga y ahorquillada cola, gráciles y aerodinámicas, de color negro, con
reflejos azules metálicas por arriba y blancas crema en las partes inferiores.
Adornada su frente y garganta de color rojos con un collar negro. De vuelo
ágil, rápido y acrobático, y siempre ocupando espacios aéreos, por debajo de
aviones y vencejos.
Y cuando caiga la mañana recordaré esos rodales de
robles melojos cercados por fresnos que estarán deseando intercalar pausas de
silencio junto la compañía de esos grillos y saltamontes que veo templar sus
élitros con el aire ya más que tibio de la mañana.
Y al pasar el día y cuando el sol empiece a declinar
hacia el oeste y aún quede mucho para la noche esperaré que la actividad se
acelera toda la actividad se explaye. Y es que ya todo es una sombra y una
tumba, aunque los grillos rasquen a conciencia con las alas y los anfibios
rellenen el fondo sonoro bajo el azul cielo iluminado por la luna en cuarto
menguante. Y es aquí, cuando todo ejerce aburrimiento, donde me gusta silbar y
canturrear como si esperase el sonido de
la lluvia sobre el ramaje y el rumor de ese mar cercano.
Y mientras el viento mece las cercanas palmeras y extrae
de cada una de ellas un rumor diferente pienso que si el bosque es un gran
contador de historias, también el mar lo es. Un fuerte viento sostenido arranca
un siseo agudo a las acículas afiladas de los pinos próximos a casa, un sonido
que, efectivamente, me recuerda el murmullo de ese mar tan cercano. Y mientras el
cielo de intenso azul resplandece suena un sonido fantasmagórico en un
escenario que, aparte de la sombra, no tiene nada de misterio.
Y aparece un una nueva ilusión. El estruendo es
fenomenal, pero la situación no es tan grave; no es para tanto. El vendaval
sacude las largas palmas de dichas palmeras, que actúan como amplificadores y
dan a una fuerte brisa la apariencia de un huracán. Si las cosas fueran como
las palmera nos cuentan, el mirlo de pico amarillo no silbaría tan tranquilo.
Y como, pasada la medianoche, no tengo nada que hacer,
curioseo que, en el parque cercano a “La Fuensantica”, un aprendiz de astrónomo
ha instalado un telescopio, de tubo ancho como un tambor, anunciando con un escrito
a mano: “Para poder ver a Saturno”, pidiendo
debajo la voluntad. Hablo con él y me dice ser tarde para ver el planeta y que las
golondrinas ya están en sus nidos, pero que si lo deseo puede enseñarme dos
estrellas en paralelo. Ajusto con dificultad la pupila al visor y ahí están las
dos estrellas, muy lejanas la una de la otra. Echo una moneda en la caja de
cartón y el astrónomo me da las gracias. Me cuenta que quedó en paro hace unos meses.
Y ahora, como tampoco puede enseñar el vuelo de las golondrinas, se gana
la
vida ofreciendo vistas de planetas y estrellas en las noches del junio vecinal
ribereño. Vale.
Texto y fotos La Medusa. Copyright ©
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