miércoles, 18 de junio de 2014 in

Tarde regalada









Tarde regalada

Recuerdo cuando las nubes se asomaban atraídas por un viento bochornoso y los truenos lejanos empezaban a sonar como un tambor destemplado, poco a poco retumbando más cerca y cada vez menos espaciados. Casi siempre era a la hora de la sobremesa, cuando el pueblo estaba a punto de hacer la siesta. Era entonces cuando las malvas de las cunetas del “Puerto” estaban lacias, lo mismo que las plantas de los  huertos y las clavelinas del balcón. Era cuando las arañas, nerviosas, abandonaban sus telares tejidos en los rincones del portal. Todo esto era en mi pueblo, en Grávalos, señales de lo que se acercaba. No fallaba. Siempre una calma sospechosa cubría al pueblo, rota sólo por el zigzagueo de los chillones vencejos, volando cada vez más a ras del suelo. Ni una brizna de aire. “Se acerca tormenta”, oíamos comentar a los mayores sentados en los poyos de las puertas.

Recuerdo que la tormenta, después de un ventarrón helador, como  nórdico, terminaba de arrojar agua, cesaban los rayos y los orquestados truenos quedaban silenciosos. Y era entonces cuando, melódicamente organizadas, las ranas de la balsa del Calvario, que había recogido toda el agua caída, se ponían a croar, las ovejas y corderillos del cercano aprisco a balar, los perros a ladrar y una pareja de mulos, de la cuadra casera, a relinchar. Y es aquí cuando recuerdo que los sonidos de las noches y días de mi infancia siempre fueron el croar, el  ladrar, el balar y el relinchar, bueno, también el grillar de esos ortópteros insectos, Acheta domesticus, escondidos en las rendijas de las paredes de la casa o camuflados en los desaguaderos, y también ese maullar de los domésticos gatos andando por los tejados como intentando cortejar en las frías noches de invierno. Todos estos sonidos siempre me fueron, ahora también, cercanos unos y otros, los más, como salidos en la lejanía. 

Y mientras pierdo la soledad, que es la que escribe, recuerdo a esos hombres-agricultores, peones y amos, mayores y jóvenes, boina calada, mejillas rudas, surcadas y sin afeitar, cigarro de cuarterón en boca unos y otros esos “caldo gallina” selectos y ya liados. Siempre la evocación es en su hablar de cosechas, siegas, trillas y ganado y haciendo el repaso del día en el portal de la casa, estancia llamada entrada, esperando la hora de la cena y alumbrados por una pobre bombilla, cuando la luz no había cesado por el resplandor de la tormenta. 

Y, entre tanto, mirando con mis ojos infantiles, les escuchaba sin entender nada, pero sus palabras me producían placer. El placer de estar viviendo como en una vida regalada. Y, al mirar con vuelta atrás, siempre recuerdo a Vicente, casi tirado en la acera, con la boina echada hacia atrás, apretando entre sus dientes esa colilla de cigarro fabricado con finura tosca y metido en boquilla de ébano, mientras su blanca cabeza contrastaba con sus mejillas abrasadas, morenas y sonrientes, al tiempo que me hablaba mientras me acariciaba: “mañana hará un buen día y podrás acudir al tajo a traernos el almuerzo, el taco, la comida y la merienda. Todo en uno. Y es que al tener que levantarse con el alba para cubrir la jornada de sol a sol no tenían otra que hacer esas cuatro comidas en plena faena y, si se descuidaban, hasta estaban obligados a echarse a pie de fascal. 

Y fue en esas noches estrelladas y cálidas, mientras, después de la descarga y la tierra desprendía fuego, cuando Javier, hombre joven y hasta cultivado, me señalaba la más brillante de las estrellas del cielo sin saber cómo llamarla. Ahora que mi vida ya no es regalada, o sí, sé que aquella estrella tan brillante era el Lucero del Alba. 

Y allí quedo, intentando disfrutar con las estrellas al tiempo de encontrar palabras. El cielo aclaró. Retumbó un trueno largo y muy lejano, como de temporal. Movió el viento haciendo pequeños remolinos huracanados en el polvo del camino de “Fon-podrida”, al tiempo que los ocetes sobrevolaban, haciendo círculos, esa calle por encima de unos cables portadores de luz tenue. Y vencejos, golondrinas y hasta las palabras salieron volando igual que las torcaces del campo de al lado aleteaban cuando abría, como un ala, la puerta de ese querido balcón que luce al patio. Y es que la Naturaleza se quita, como las moscas, los dolores a manotazos. ¿A qué sí? Vale.

Texto y fotos  La Medusa Paca. Copyright ©

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