sábado, 8 de marzo de 2014 in

Latidos de las ollas




Latidos de las ollas 


Ahora que estoy todavía soleado por las hermosas brisas y soles de hace unos días en mi querido Mar Menor recuerdo aquello que los labradores de mi pueblo solían decir mirando al cielo: “Agua, sol y guerra en Sebastopol”. Y se agolpan en mi memoria una serie de sabrosos recuerdos que, a la vez, arrastran a otros y que me conducen, en esta mañana fría y helada de este 8 de Marzo, revivir la memoria de los pucheros del pasado como si fuesen latidos de ese olvido que tantas veces me atormenta o reconforta. 

Son, escribo metafóricamente, latidos de un olvido y es eso lo que estoy haciendo desde hace tiempo. El olvido tiene para mí vida y por tanto corazón. Y ayer cuando me senté delante de un bocadito de queso de cabra derretido y a medio calentar en ese horno de mi cocina económica, adornado con un dulce-membrillo agrosellado y humedecido con un vino blanco de mis viñas me acordé que tenía pendiente el escribir sobre esos platos y sabores olvidados de ese mi pueblecito que ahora resplandece con la eclosión florecida de sus almendros. Es como si me hubiese sentado a degustar esos queridos platos olvidados recordando esas comidas, comidas de posguerra en mis tierras entre planas y altas a poca distancia por las que fluye el Ebro.  
Sin empezar a escribir y ya se me está haciendo la boca agua y sé que a ustedes también cuando lo lean. Es hora de recordar esos sabores, para mí no olvidados,  y que de vez en cuando me pongo el delantal y trato de cocinarlos queriendo imitar a mi madre, a su hermana y tía Teresa y algunos amigos, que en esto de la cocina son auténticos expertos y me refiero a Félix, “el León”, y a Jose, “el Zauril”. 

¡Qué expertos eran en el cocinar esa liebre con arroz en el calderete, esas fastuosas migas con cuatro dientes de ajo salteados y elaboradas con la manteca derretida de los entresijos del cerdo, que devenían después en chinchorras crujientes! Todavía, cuando escribo, se me alegra el estómago pensando en esos granos de uva acompañantes y flotando sobre el calderillo como queriendo empujarles hacia la buena digestión. 

¡Qué mano tenían aquellas mujeres para preparar esos dulces de hormigo bañados en arrope, esos choricillos asados y esos torreznillos crujientes, esas inolvidables y humildes sopas de ajo de cada noche, sin más, o aliñadas con higadillos y compartidas en la cazuela de barro! ¡Con qué delicadeza y tiempo preparaban ese sabroso patorrillo, la gallina en pepitoria, la perdiz escabechada, las patatas “a la importancia”, las fastuosas vainas recién cogidas de la huerta guisadas con patatas, con su chorretón de aceite crudo, cebolla, tomate y cortezas de tocino de jamón! . ¡Y ese hartaguitón o hataitón, que de las dos formas lo pedíamos, o nos lo ofrecían, de la cuaresma, y el congrio en salsa preparado por la abuela y las patatas con chorizo que siempre venían bien! ¡Y  el bacalao con pimientos y ese rumboso puchero de alubias con berza y hueso de jamón, o sencillamente esos humildes e irrepetibles huevos con torreznos, “duelos y quebrantos” cervantinos!  ¡Y esa perdiz en salsa, y esos pajarillos asados o embutidos en rojos, rojos pimientos morrones! ¡Cómo sonaba y olía el almirez al preparar la majada! ¡Ah! ¡Y aquel pan de hogaza, con harina de trigo puro y levadura natural, amasado en la artesa y cocido con esa leña del monte, menuda y propia para el horno, llamada hornija y avivado con ulagas en el horno de la tía Rufa o del Demetrio! 


¡Qué paciencia la de Félix para limpiar de hilos ese cardo rojo, untar la fuente con ajo, aliñarlo con aceite de trujal y vinagre de bodega y darle un toque colorista con ese pimenton que el Rufino, el de Cigudosa, trataba de venderles a nuestras madres! ¡Y ese congrio en salsa y ese besugo asado encima de las brasas, por supuesto sin besuguera, ésta vendría después, con el sofrito salteado por sus lomos o en salsa de pimientos rojos, que también se utilizaba para el chicharro! ¡Y qué deliciosos postres con esas nueces, almendrucos y esas deleitosas frutas pasas, esa compota con  vino caliente que hacía mi madre con ciruelas pasas, orejones e higos secos!  ¡ Y aquellas pomas y guindas de algunos huertos, allá por La Manzanera, y los higos rojos y brevas blancas de los huertos de Maquiz! ¡O ese bastar con un corrusco de pan con cebolla para la merienda, o una onza de chocolate, o un bollo “preñao” o una rebanada de pan con miel, o leche condensada ¡hay Tata!, o esa loncha de pan mojada en vino y espolvoreada de azúcar!

Esto, amigos lectores, es un simple e interminable inventario de sabores de una sociedad rural de subsistencia en la que se vivía y trabajaba para poder comer. Se comía normalmente lo que había a mano, de corral y de temporada. Eran tiempos oscuros y no porque en el pueblo hubiese un tenue alumbrado, que también, sino porque había silencio y penuria pero también exaltación de sabores y disfrute gastronómico donde la pobreza enaltecía la gastronomía y donde siempre me queda el latido del olvido.

PD. Se me olvidaba. Otro día escribiré sobre tripas y despojos que las cocinas rurales  suelen convertir en manjares. Vale.

Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©

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