Tiempo de verano
¡Alegría de turbas infantiles!
¡Triunfo de los egregios, varoniles
pámpanos que estremece la alborada!” (Rosa Chacel)
Los
calores, los exámenes, las vacaciones, los viajes, los agobios, el descanso… Lo
de cada año como motivo para entornar las páginas de la Medusa. Esta vez,
concreto un poco más: ¡hasta los días de septiembre (s. D. q.)!
Apenas salía del pueblo por los trascorrales, pasados unos cercados, una era alta y unas tierras ya segadas, el camino albarizo, duro a veces, polvoriento otras, iba ahondándose hasta enterrar una galera, carro o remolque cargados de haces. Andando al paso, amparado por el calor que se acomodaba sobre mi cabeza, iba mirando cereales ya hacinados, y vallados donde se abrían cuevas de lagartos y se elevaban afilados pitones, gallardos y resecos cardos, adornados de floridos brazos, a los que, aún no sé por qué, los chiquillos nos deteníamos a contemplar cómo se posaban sobre esas deshilachadas flores moradas las hambrientas cardelinas. Cuando iniciaba el camino que se allanaba entre la carretera, a la izquierda, y las eras, a la derecha, ya divisaba lo que iba a ser mi primer mundo asombroso, más allá de la pilastra de la iglesia y los trascorrales cercanos: a lo lejos, imprecisos, un paisaje de huertos cercanos a las balsas, infinidad de almendros y algún manchón de olivos y viñas; más cerca en la distancia, una alargada alameda de chopos bellísimos y alguna nogalera; y en la cercanía, un carrizal, eneales y dos grandes balsas con las ruinas, en la orilla de una de ellas, de lo que fue el aposento de aquella caldera extractora de esencias de lavanda o espliego. Lo demás, minifundios de tierra calma donde se levantaban, entre pedregales, distintas semillas o plantaciones sedientas. Y, aunque no la viera, sí que sentía el agua sulfurosa, brotando silenciosa.
Y
recuerdo que lo primero que vi, adentrándome en las llanuras, levantarse allí
fue trigo; pero, si fue trigo, lo primero que vi fue la siega, de la que iban
asombrándome las gavillas y, tras ellas, el pajizo peine del rastrojal. Al
poco, las hacinas, y cuando las gavillas se habían oreado, el acarreo a la era.
Y en la era, el más asombroso espectáculo que conocí en el campo: la trilla y
todo lo que la trilla traía: mulas enganchadas al trillo y trotando, hombres
que volvían la parva con los bielgos, más vueltas de trillo y, cuando todo
estuviera trillado, el almuerzo, el sesteo y, en cuanto viniera la marea, la
avienta. Era ese capaz de cubrir casi toda la memoria de mi niñez, desde que se
desmenuzaban los haces hasta que el grano, en costales, salía para el granero.
Y también en la vega, regada por la escasa agua de la fuente podrida o del
barranco, los maizales, alfalfas. Y el hortal. Y los escasos frutales. Y el
tiempo de abonar, edrar y regar. Y la recogida de las verduras. Y la música del
viento en los salteados chopos. Y los pájaros. Y el silencio de la siesta. Y el
barranco, siempre. Y las preguntas. Los huertos, las balsas, el barranco, qué
mundos…esos mundos de un niño en vacaciones. Vale.
Texto y fotografías de La Medusa Paca. Copyright ©.