“Los que dicen que escriben versos
mejor que los dioses, no serán
castigados como Niobe, que tejía
mejor que las diosas y osó
decirlo y le mataron
los hijos y la convirtieron en mármol.” (Juan Gelman)
Aquel
septiembre, caminando entre abrojos, tierras abrasadas y perfumado con los
múltiples olores campestres de esos paisajes teñidos de ocres, amarillos y
rojos, me acerqué hasta el valle de las Peñas de Arriba en el que los ancestros
de mis antepasados habían plantado unos nogales. Tiene historia, para mal y
para bien, esta nogalera.
Aquella
mañana de septiembre hacía un angustioso calor que mitigaba con ese enorme
sombrero de paja que hacía juego con las amapolas rojas, como el fuego, que marcaban mi camino. ¿Dónde me he
metido otra vez? me gritaba. No dejaba de hablar mientras los pies se
revolcaban en la arena del camino. Tenía las mejillas encendidas y los ojos me
brillaban de un modo extraño. No me distraía ni mirando el sol que estaba a
punto de alcanzar su cenit. De repente estremecí ante un mar de espigas de
centeno y el paso por la belleza del mitadenco me hizo rebotar contra la
montaña de enfrente y volverme hacia mí como un eco y, no sé por qué, en el
rebote, se me vino a la cabeza aquella excursión escolar que hace
aproximadamente setenta años hicimos para bañarnos en la balsa de peñas arriba.
Llegando
hasta la nogalera, descansé y, pies aptos, así las cosas, me puse a trepar por un enorme nogal para varear sus
ramas e intentar ver mi reflejo en la alberca a la que el nogal, aquel inmenso
nogal, daba sombra, pero nunca lo conseguí porque a aquella hora el sol caía de
lleno en el agua y la hacía brillar como un trozo de oro caliente que me
cegaba.
Sabía
que el nogal es un árbol con muy mala sombra, pero no tanta, y que nada crecía
bajo la densa umbría que sus ramas proyectaban. Nunca pensé que, siendo la
culminación del sol, ésta no me dejase ser feliz contemplando mi reflejo en el
estanque, pero esa mala sensación fue compensada con el airoso porte del
Franquette de hasta 30 metros de altura, longevidad centenaria y la excelencia
de su fruto.
Una
vez aposentado en la rama más frondosa de la elegida noguera la vareé y algunos
frutos cayeron al suelo. Fracturé unas cuantas y fui consciente de la fuerza de
esa pequeña bomba de energía y grasas repleta de ácido linoleico, fólico,
calcio, fósforo, hierro, sodio, potasio y otros nutrientes. No esperé para
consumirla ni pensé era necesario dejarla secar hasta que se desprendiese de su
cáscara verde. Solo deseaba que, al comerla, mejorase esos tenues síntomas de
los músculos inflamados por el cansancio.
Cuando la luz dejó de
deslumbrarme, tanto que me pesaban los párpados y se me aflojaban las
extremidades como si hubiera bebido vino dulce, me fui de nuevo a la alberca,
donde encontré un silencio lleno de sombra y de olor al balago del cercano
centenal ya cosechado. Allí colmé mi soledad con personajes y lugares remotos:
la escuela, la excursión, el grupo de niños, el maestro, las canciones, los
campos de colores al viento, Gulliver en el país de los caballos habladores,
Ulises en las islas de Calipso y de Circe.
El cuerpo se me fue
hundiendo cada vez más en el aislamiento, se apoderó de mí un sopor de unos
pocos minutos y empecé a dar cabezadas, algo, eso sí, que no podía confesarle a
nadie, sólo a las Peñas de Arriba. Fue un sueño dulce y, al despertar, me dio la
impresión de haber regresado de otro mundo. Pero las Peñas de Arriba reían y
las nueces seguían colgadas maduras de la noguera, y yo, con las manos siempre
prestas a romperlas y mi boca deseosa de saborearlas.
Recuerdo que aquel verano no llovió nada, igual que
ahora. Los campos yermos estaban como abrasados sin darles tiempo a brotar de
nuevo, la hojarasca no se pudría ni se transformaba en tierra. Por la noche, y
al retirarme, llegó a soplar un vendaval tan tremendo que las cortinas del
salón se movían sin que nadie las tocara.
Y al final me puse a caminar
de nuevo mientras decía para mis adentros si, de todos los mundos, de todas las
estrellas que son otros mundos, no sería la Tierra, la de las Peñas de Arriba,
la más bonita. Vale.
Nueces
Al nogal que han
arrancado
no dejarán ya sus
trinos
las calandrias y
jilgueros,
los verderones y
mirlos.
Sus ramas ya no
son fuertes
donde construir
sus nidos
esa pareja de
horneros.
A ti nogal
calcinado
tal vez no llegue
esa joven
a utilizar tus
sombrajos,
donde soñar una
noche,
veraniega y
estrellada,
sus anhelos
abismados.
Fuiste rojo de
fuego
muy de mañana,
descuajado y
tronchado
ardiendo en la
orilla del camino
envuelto en tus
cenizas
y con lluvia
arropado.
PRJP.
N.º 33. En Garnacha y a la sombra del jinjolero.
Texto y fotografías La Medusa. Copyright
©.