martes, 5 de noviembre de 2013 in

Recuerdos de la vida rural




Recuerdos de la vida rural

“Con la llegada de la electricidad, hubo en el pueblo sus más y sus menos y a la Macaria, la primera vez que le dio un calambre, tuvo que asistirla don Lino, el médico de Pozal de la Culebra, de un acceso de histerismo. Más tarde el Emiliano, que sabía un poco de electricidad, se quedó de encargado de la compañía y lo primero que hizo fue fijar en los postes unas placas de hojalata con una calavera y dos huesos cruzados para avisar del peligro”. (Miguel Delibes, Viejas historias de Castilla la Vieja)


Que me acuerdo, cuando la plaga del hambre, y no es mi caso, golpeaba de vez en cuando a los de siempre; cuando el temor al infierno estaba presente en recordatorio vivo; cuando el lenguaje, la vida y costumbres, con vigencia hasta ayer mismo, eran reproducción y copia de la heredada sin casi retoques, desde que la memoria se pierde y que comprende cientos o quizá mil años. Así que las creencias, las costumbres, gastronomía, pecados y virtudes se transmitían tal y como se recibían. Nunca enmendadas. Y me acuerdo.



Las mismas herramientas de trabajo para arar: el forcate, el ferrón de plantar viña, el yunque bigornia, el fuelle barquín, la piedra excavada como pilón de aguas ferruguinosas para forjar y templar el hierro, la azuela y el formón que labraban brutas maderas. Los tenazones del carrero, los artilugios del carpintero de cubas, las hoces y zoquetas para vencer la espiga, los carros y galeras en el acarreo de la cosecha, los cuévanos de mimbre urdida que traían la uva y su jabardillo de avispas, la sabiduría de criar vino, moler aceituna, confeccionar guarniciones de caballerías de tiro o carga, hacer bastes. El cestero, comunmente gitano, capazos, tratar la pólvora para cohetes, purgar la cera del panal, laborarla en cirio, obrar chocolate y dulces, preparar la sosa caústica y grasas para fabricar esas saludables pastillas de jabón, macerar el lino y el cáñamo, trillar la espiga. El estañador y paragüero, el capador, el afilador, el que vendía cribas, triguerillos y cedazos, el zapatero remendón, el sacristán, volteador de campanas y preparador de catafalcos, el relojero a domicilio, el anticuario engañador, los barberos de ajuste, los cómicos con sus ajadas corbatas y sombreros, los húngaros y sus carromatos circenses, la compañía de teatro en invierno, las comedias y los comediantes, el coplero ciego, y su perro San Bernardo y su lazarillo, ofreciendo a unos céntimos el pliego después de ser cantado. 

La segadora-atadora Mac Cormick, que acabó con los usos, costumbres y comportamientos de la cuadrilla de segadores, los vendajes como polainas militares, los sombreros de paja destejida, el “rancho” en común, la trilladora Ajuria, el motor de explosión, el tractor Steyr, las parvas, la espera de un pelo de aire, el aventado, la máquina de coser Alfa o Singer, el aparato de radio, Telefunken, Philips, Orion, todas ellas con su voltímetro. La cosechadora Aple por los años sesenta, la cooperativa y su tractor Barreiros “guiado” por mi amigo Félix, las bodegas y su vino, el horno y la tahona y esa sala de maternidad, generalmente el lecho nupcial, en el que se engendraba, se nacía y se moría. Y el médico de pueblo, y el practicante en sus múltiples oficios de comadrón, barbero y hasta sacamuelas.
Recuerdo que después de los años 60, o un poco más tarde, sobreviene el desmoronamiento de esta sociedad rural tradicional, la de siempre, que cae en vértigo y arrastra hasta casi su extinción todo ese mundo de creencias, usos, costumbres, prácticas, conductas, instrumentos y aperos con lo que casi se puede fechar, después de lenta agonía, el día de su muerte y los brotes anunciadores de otra sociedad todavía sin tomar cuerpo, forma ni consistencia. Todo se viene abajo y pasará al recuerdo y al museo, y estuvo vivo, y yo lo conocí y perteneció a los míos y a mí mismo.


Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©

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