No me lo han contado, lo he vivido
Grávalos: bañeras que fueron
No me lo han contado, lo he vivido
Ahora, con la tierra florecida, recuerdo a
Virgilio: “Han huido las nieves, retorna la yerba a los campos y a los árboles
su cabellera”.
Ahora que el sol comienza a
calentar las tardes, salgo al jardín. Tres palmos de tierra sobrados de
plantas, flores, sombra y confidencias. Bajo el granado leo a Virgilio, a
Píndaro, a Homero, a Marco Aurelio. Me animo con el fulgor de sus versos y
sentencias. Y recuerdo y armo algunos de mis posts, como el de hoy, y hasta me
asusto cuando las frases caen al folio como si fuesen ese varazo que, con vara
de olivo, nos arreaban en la escuela de nuestro pueblo cuando no salían bien
las cuentas. Era todo un látigo de azufre.
Y, en ese recordar primaveral,
desde hace mucho tiempo vaga por mis adentros el deseo de sacar de la entraña
del olvido a los personajes y hechos, para mí alucinantes, que hicieron, bien o
mal, esta tierra nuestra. El cura de misa y olla bendiciendo con mano de
layador a las pobres almas campesinas, el dueño, más bien dueña, de casa
principal al que sirvió y éste agradece, la lista de oficios menores que
atravesaron la vida con carga copiosa de hijos, deudas y desgracias, los
mendigos pedigüeños, portadores de noticias, los frailes predicadores en
Misión, las monjas y los jornaleros. Escuchando la historia de todos juntos o
por separado oiremos al detalle la de nosotros mismos. Somos así porque ellos
así nos hicieron.
Recuerdo que el niño pobre, y
hasta el que decían pudiente, se criaba olvidado y sólo, como un animalito
huraño, entre humo de sarmiento mojado en la cocina, olor a cuadra sin sacar,
capaz de pudrir cimientos a flor de tierra, gruñidos de puerco en la pocilga y
hambre. Padre amo-jornalero que permanecía toda una semana en el campo y madre
buscando quien le ayudase a hacer la colada por “la costa”, varear colchones y
repasar la ropa de casa principal.
Recuerdo que, de inmediato, se
establecía una relación entrañable, pero selectiva, entre los niños y la
vecindad del pueblo, las aves de corral, los murciélagos, los gorriones que
hacían nido en techos y muros aledaños, lechuzas sabias que sacaban los ojos a
los hijos de los pobres para degustarlos como confitura o sorbían
misteriosamente el aceite de la lámpara del sagrario.
Recuerdo esa promiscuidad con
gallinas, patos que hacían la instrucción como soldaditos de plomo, perros
ratoneros, perros que habían perdido la raza en mil cruces, sarnosos, piojosos
y que constituían con el asno, alguien más de la familia.
Recuerdo el jugar con botones
descabalados de hueso o pasta, con crías de pájaro con picos amarillos igual
que tallos tiernos, con cajas de cerillas que llamábamos santos, con zapatos
viejos, ya heredados, y trapos de colores vistiendo palos que recordaban
muñecos. El vagar por los campos buscando pájaros y perros a quienes
martirizar, árboles con fruta y un curso de agua barrancosa donde chapotear en
cueros.
Y recuerdo cómo todos nos
volvíamos en sumisos, agrestes, ojos ensanchados por la perplejidad animándonos
a buscar a nuestro alrededor alguna explicación a todo aquello. Vale.
Grávalos: paseo sobre casas derruidas
Texto y fotografías La Medusa Paca.
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