jueves, 6 de mayo de 2021 in

Escribir en el paisaje

 


 Escribir en el paisaje

“…Feliz quien se ha hecho sabio y ha dejado su obsesión
por el mundo…” (Novalis)

 En el centro de la realidad hay un árbol de tiempo. Cada segundo le brota una flor y cae, y ya está muerta.

La adivina lee en la espalda de una mujer como en un libro. Con su lápiz de albayalde tira líneas blancas entre las pecas, los lunares, los antojos. Si se puede leer una constelación, si en las estrellas está escrito el destino y el carácter de una persona, dice, cuánto más sencillo no será en la piel, marcada por los días.

Las persianas están bajadas. En la penumbra, las líneas de la espalda fosforecen como flores pálidas a la luz de la luna. Cuando acaba, la adivina las borra con alcohol de romero.

Cobijados precariamente del aguacero bajo el follaje aún ralo del fresno, los burros han abandonado su infatigable trabajo de herbívoros: arrancar la hierba tierna de la primavera, masticarla someramente, rumiarla. Los días se les van en esta tarea elemental y absorbente. Pero ahora, congregados junto al árbol, están paralizados, como si jugaran a ser estatuas animales. Ni siquiera sus tics habituales ─rascarse los parásitos, agitar la cola para espantar insectos, abanicar las orejas, desmienten su inmovilidad, y el observador se admira de ello y se pregunta por la causa de tan maravillosa quietud. Busca analogías. ¿Están rezando al dios de la lluvia? ¿Son filósofos, poetas contemplativos meditando en busca del nirvana?

Tal vez, contra su inmerecida fama de seres insensibles, sean los burros espíritus delicados y sus oídos, atentos a esa blanca música de la lluvia, y sus ojos, cautivados por su cadencia hipnótica, los induzcan al trance. Estáticos y extáticos.

Y algo de esta paz sencilla, pequeña y honda se adueña también del observador.

Lluvia de mayo.


Ando estos días pinzando, abonando, regando y quitándoles las malas hierbas a mis arbolitos cultivados en bandejas. Una mano -compasiva o cruel- lo había colocado en el alféizar de la ventana, donde el sol penetraba pronto por la mañana y las vistas del jardín eran magníficas.  Ante él, pletóricas de pájaros, las copiosas copas del haya, del sauce y del fresno bailaban alegres con el viento.

            -Algún día seré como ellos -se prometía, henchido de autoestima, el bonsái.

Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©

 

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