Junio, mes de claridad
Junio, mes de claridad
El silbo del dale
Dale al aspa, molino,
hasta nevar el trigo.
Dale a la piedra, agua,
hasta ponerla mansa.
Dale al molino, aire,
hasta lo inacabable.
Dale al aire, cabrero,
hasta que silbe tierno.
Dale al cabrero, monte,
hasta dejarle inmóvil.
Dale al monte, lucero,
hasta que se haga cielo.
Dale, Dios, a mi alma,
hasta perfeccionarla.
Dale que dale, dale,
molino, piedra y aire,
cabrero, monte, astro,
dale que dale largo.
Dale que dale, Dios,
¡ay! (M. Hernández)
Estoy a la orilla del mar esperando que llegue el
solsticio de verano. El del tiempo seco, soleado, encalmado y caluroso. El que
hace decrecer, según los pescadores, la actividad de las masas de aire y en el
que los cambios atmosféricos aparecen espaciados y menos marcados. Llega y lo
espero el mes de la claridad con sus hasta 15 horas de luminosidad. Es el mes
en el que los termómetros se disparan hacia arriba. Y el que ya no queda más
esperanza de alivio de eliminar el sofoco que el abaniqueo o el refrescamiento producto
de algún barrido a cargo del Levante o algún oportuno y sorprendente fregado
asociado a la lluvia.
Es ahora cuando me detengo a pensar en el deshielo
de las nieves de alta montaña, en la disminución del caudal de arroyos y ríos y
en ese silencioso estiaje. Es ahora cuando comienza la siega de cebadas, trigos
duros para pan candial, avenas, centenos largos de caña juncosa y blanca y
algarrobas recordando aquello que escuché en infinitas ocasiones de: “Cuando
Junio llega, afila la hoz y limpia la era“.
Ya están fuera de sus nidos las aves de huevos
incubados. Ya los polluelos se alimentan con los primeros insectos, ya se ven
por los caminos empolvados los primeros bandos de pollos de perdices y
codornices buscando la frescura y hasta en mi pueblo adoptivo las cigüeñas
jóvenes de la torre aprenden a volar. Y ya retruena el refrán de: “Juniete
nubladete, si no granizas no agonizas” aludiendo a esa amenaza implícita hacia
mi agricultor.
La tarde en la que escribo, 31 de mayo de este 2014,
está algo encapotada y apacible. El cielo, al asomarme al parque que tengo
delante de mi puerta, está negado para bendecirnos con un ligero asperges, este año se le olvidó la bendición. El paseo
que arranca desde Garnacha hasta las charcas, se me muestra mucho más
transitable y ameno. Montones de arena de la última ventolera todavía se
refugian junto a los pretiles del enlosado. ¿Adónde volverá a ir esta fina
arena?
Eso que en tiempos fue restaurante y ahora es
refugio de ratas desfigura aquel paisaje de salón ingles de mi primera arribada
a estos mares. Hoy prolifera la soledad y suciedad detrás de ese lienzo con
chorreras de mugre que cubre sus vergüenzas. Pienso que sus arroces y pescados,
cocinados y servidos con primor en su interior, tardarán en madurar como en las
montañas de mi tierra riojana tardan en sazonar esas dulces fresas silvestres,
entre la hierba, bajo las carrascas. Todas las mañanas lo contemplo y sufro en una
de esas caminatas en las que lo que importa no es llegar sino el camino mismo.
Y eso que el camino conduce hacia la frescura que aparece nada más divisar las
aspas, como brazos caídos, del Molino de La Calcetera. Es imposible no
sentir un pellizco dentro contemplando en primer término el molino derrumbado y
esas sus entrañas con sus herrajes corroídos. El molino se me muestra o es una
cueva de ladrones, todo está como revuelto. Han vuelto a entrar los ladrones.
Han penetrado por la ventana situada bajo esa cubierta de madera francocónica de
su interior que da a la última planta. Todo está como intrincado y, buscando
tesoros imaginarios, han sembrado el suelo de papeles, bolsas de plástico y alguna
vieja botella de un botellón pasado. Y esta vez han intentado arramblar hasta
con la desidia arquitectonica. ¡Lo poco que quedaba para animar la memoria y el
sentimiento! ¿Puede haber mayor crueldad?
De vuelta no he tropezado con un alma. Lo que más me
ha chocado es que en la primera charca no hubiera un ave. Han huido los
bulliciosos chorlitos, achibebes. los señoriales flamencos y andarríos. Sólo
queda el silencio de la cal desconchada. A la salida, antes de dar el primer
paso de vuelta, me he asomado al humedal y me ha alegrado ver que junto a la
pared del fondo a la izquierda ha florecido un rosal y que un alma caritativa
ha limpiado los últimos retales de las deshilachadas velas latinas. Vale.
Texto y fotos La Medusa
Paca. Copyright ©