Mayo, el mes lucido y esplendoroso
Mayo el mes lucido y
esplendoroso
La primavera sumerge al campo, al pueblo, también a la ciudad en un ritual de fiestas de hondas
raíces culturales celebradas en las calles. Todas se engalanan. Todas
cambian de luz. Todas se iluminan con blancura. Todas lucen con luminosidad de
feria. Es más, mayo es
un mes importante, para algunos el más importante. Es el mes donde todo un espectáculo cromático
invade los sentidos. Mientras dure mayo todo será capital de primavera.
Y es que los naranjos estallan en flor, los ríos bajan caudalosos, hay
necesidad de echarse a la calle y pasear por antiguos recovecos, lugares cultos,
filosóficos y eternos.
Mayo es la imagen más reconocible de mi tautológica infancia. Todo explota con elegancia desordenada. En la Región Murciana, hace poco me lo
recordaron, mayo se instala en las cruces de sus placetas,
en las macetas florecidas de sus patios, en el bullicio de su feria, en la
garganta de sus cantaores flamencos y en el rasgueo de su guitarra, también en sus
costas, cartageneras ellas y en sus cabo, ese Cabo de Palos luminoso por su
faro y por su luz. Mayo es el mes que allí eligen para dividir el año en dos.
Atrás queda el invierno y comienzan a partir de ahora los días calurosos y soleados en los que vecinos y foráneos buscan
las sombras alrededor del naranjo, de la higuera o de esa palmera solitaria de
la huerta y de la casa.
En el Mediterráneo, mayo son cruces, patios y feria. La visita a las Cruces
se realiza a la caída de la tarde cuando la ciudad, el pueblo o la diputación se
convierte en territorio hechizado y en cualquier rincón suena el bullicio salido
de las cuerdas de una guitarra. Las
flores estallan con sus vivos colores en macetas, arriates, pozos encalados,
escaleras y enredaderas que trepan por los pisos altos de la vivienda.
Y mayo me traslada, a vista de pájaro, al roquedal
donde se asienta el faro, no muy diferente a un cortado rocoso, un barranco o
un berrocal. Su entorno está formado por paredones de piedra surcados por
fisuras, repisas más o menos labradas, ya sea por el agua de lluvia o por el
cincel del cantero natural, cuevas y oquedades y corredores estrechos. A vista
de pájaro, pues, contemplo que la arquitectura y el arte tienen un claro
carácter utilitario natural.
Atardece. Estoy en lo más alto, casi en la torre
vigía del faro de Cabo de Palos, respiro una paz casi celestial en la hora del ocaso.
El silencio aún no duerme, el tráfico rodado rellena el fondo sonoro y los
pocos ruidos de esta hora se propagan por el silencio ambiental. Entre estos
muros centenarios, las voces de las aves y del mar resuenan de una manera
especial, con una reverberación que describe acústicamente la geometría del
lugar.
Soñando, me hubiera gustado que la primera señal de la
alborada me la hubiese dado un colirrojo tizón, el más madrugador, y me hubiese
cantado desde el interior de aquel promontorio de su torre vigía renacentista
con nombre de Santo Abad. Al tiempo, que un murmullo fuese creciendo al
escuchar entre sueños la entonación monjil abadenga, pese a los siglos de distancia, el
oficio de laudes. Y mientras, escuchar el aleteo arrullador de las palomas
bravías, al tiempo que hacen la rueda sobre las luminarias del plano focal en
sus 81 metros sobre el nivel del mar.
De repente, tanta armonía se interrumpió con los
graznidos de una chova piquirroja posada en la embocadura del nido, en una
antigua tronera. Al tiempo, una bandada proveniente de las salinas y arenales sampedranos,
se escuchaba con vocinglería de gran altura.
Cuando los primeros rayos del sol iluminaron los
callejones estrechos del lugar pesquero, los vencejos emprendieron sus rondas
vertiginosas, a ras de suelo. Y es que todos estamos en mayo y ya atardece en el
Monte de Las Cenizas. Vale.
Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©
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