EL SILENCIO DE MI LUGAR
Qué espléndida laguna es el
silencio
allá en la orilla una campana espera
pero nadie se anima a hundir un remo
en el espejo de las aguas quietas. (El silencio, Mario Benedetti)
Con el libro de Alain Corbin,
Historia del Silencio: Del Renacimiento a nuestros días, traducido del francés
por Jordi Bayod Brau y publicado por la editorial Acantilado, Barcelona, he
deseado en estos días de sosiego post pascuales romper cien lanzas en favor del
silencio y liberarme de ese incesante flujo de palabras que se nos suelen
imponer y nos vuelven temerosos del silencio. Hoy día, he comprobado cuán
difícil es que se guarde silencio y nos permita oír la palabra interior que
calma y apacigua. Y arropado por ese silencio me ha venido a la memoria la leyenda que relata que, un Mozart de
14 años, tras escuchar el Miserere de Gregorio Allegri en la Capilla Sixtina, que por decreto solo podía ser interpretado in situ, recreó la partitura nota
por nota de memoria una vez abandonó el lugar y liberó así a la música de su
clausura y del peligro de quedar archivada en el olvido.
Escribo y cuento mi fantasía e
ilusión hoy en esta tarde de enero, tarde de san Antón, esa que, hasta en ella
y en mi pueblo, Pascuas son. Nunca he sabido a dónde pueden conducirme los
senderos de mi pueblo. Ni tampoco cuándo puede sonar la campana de la parroquia
de Nuestra Señora de La Antigua, allí en la torre de esa Iglesia que sobresale
por encima de la antigua necrópolis de Santa Barbara. Tras una caminata por senderos de entre mares me detengo hoy en estos parajes para protegerme del
sol del mediodía y descansar unos minutos. He soñado estar sentado en el pretil
de esa iglesia sustentada en todo menos en piedras de granito, junto a un
cementerio y distante a unos cientos de metros de esas tierras, adornadas de
almendros con yemas ya infladas y preparadas para explotar en torbellinos de
flores en unos meses. Y, mientras, la brisa de un cierzo helador agitaba las
ramas y hojas de unas lejanas encinas congelando el aire.
El aire de ese pueblo-estancia-refulgente
que, para mí y siguiendo a Paul Claudel, es un vasto secreto. Todo
es silencio, también el de ese habitáculo que siempre fue, por excelencia, el
lugar íntimo del silencio, y que Baudelaire proclama el deleite que le causaba
encontrarse de noche, recogido por fin en la propia habitación: Descontento
de todos y descontento de mí, bien quisiera rescatarme y enorgullecerme un poco
en el silencio y la soledad de la noche.
Para Rilke, esa felicidad silente nace de la
ósmosis entre el espacio íntimo y un espacio exterior indeterminado, entre el
cuarto silencioso de una casa heredada y el jardín luminoso donde los pájaros
cantan y se oyen las campanadas del reloj del pueblo. Y la madre que rompe
amorosamente ese silencio: Oh, madre, tú, la única que alteraste ese
silencio, antaño en la infancia. La que carga con él, y dice; no temas,
soy yo.
Julio Verne, en su farsa Une
fantaisie du docteur Ox, contrapone el silencio a los ruidos
habituales de la mansión flamenca del burgomaestre Van Tricasse: una mansión
tranquila y silenciosa, cuyas puertas no chirriaban, cuyas vidrieras no
vibraban, cuyos tablones del suelo no gemían, cuyas chimeneas no zumbaban,
cuyas veletas no rechinaban, cuyos muebles no crujían, cuyas cerraduras no
traqueteaban y cuyos huéspedes no hacían más ruido que su sombra. Seguramente
el divino Hipócrates la habría escogido como templo del silencio.
También el discurso silencioso
de las cosas que forman la decoración de las estancias es un lenguaje mudo del
alma. En su Le Monde du silence, Max Picard escribe:
Cada objeto tiene en sí un fondo que viene de más lejos que la palabra que
designa el objeto. No es posible acceder a ese fondo de otra manera que
por medio del silencio. Hay muchos objetos que hablan al alma de manera
silenciosa: las ventanas, las vidrieras, los espejos, las lámparas de noche,
los retratos antiguos, el acuario, las perlas…o ese Ecce Homo tallado
rústicamente y hallado y bien guardado.
Para Georges Rodembach, autor de
Le règne du silence, la habitación es un fasto de silencio hecho
de materiales inertes. Y a ellas les dedica estos versos: Las
habitaciones son en verdad ancianos / sabedores de secretos y de historias (…)
/ que han ocultado tras las vidrieras oscuras, / que han escondido tras los
espejos.
Y el mar. El mar es otro inmenso ámbito de
silencio, que sale, según Chateaubriand, de la misma profundidad de las aguas.
Albert Camus, en El verano,
habla del silencio y la angustia de las aguas primitivas. Y Joseph Conrad,
describiendo en La línea de sombra la tragedia de un naufragio,
alía el silencio con la inmovilidad del océano, y escribe que en torno al navío
reina el silencio indolente del mar.
Por todo esto yo amo y he solido
refugiarme en silencio de la montaña; en los arroyos silenciosos, caminando al
silencio de sus grandes valles; en el ruido de las cascadas; en la permanencia
silenciosa de las altas cumbres, en las estepas nevadas en la noche y en mis
dos flores preferidas: el aciano, mi flor azul más llamativa, y en la camomila
romana.
Y, mientras, aquí quedo con Lucrecio y junto a su
De rerum natura, evocando el severo silencio de mi pueblo-estancia-brumosa.
Vale.
Texto y fotografías La Medusa Paca.
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