Manos viejas llagadas
Manos viejas llagadas
Inicio este relato al resonar por dentro los conocidos
versos de Fray Luis de León, esos que siempre guardo a mano en mi cuaderno de
notas:
“Del monte en la ladera
por mi mano plantado tengo un huerto
que, con la primavera,
de bella flor cubierto,
ya muestra en esperanza el fruto cierto”.
Y cada vez que los leo recuerdo esas manos y las noto
pulsar torpemente las teclas de un teléfono móvil, del mando a distancia de la
televisión o tejiendo con agujas de punto grueso o remendando los jirones de
ese pantalón bracero dándome cuenta de que esas manos no son de hoy, sino de
ayer y me recuerdan cómo se han curtido al calor de la solanera de junio, como
si fuese una fragua de carbón, cuando
agarraban la hoz para cortar esos haces de duro centeno o de tanto asir esa pieza corva y trasera del
arado, llamada esteva, sobre la cual siempre apoyó esa su mano sarmentosa y
arrugada de tanto dirigir la reja y apretarla contra la tierra al mismo tiempo
que todo su cuerpo se encorvaba y se adiestraban aplicando su destreza en podar
esos ramajes de su árbol frutal, aceitoso o recortando con destreza los pámpanos,
ya exprimidos, de sus retorcidas y vetustas cepas. Son manos encalladas de
labriego. Y, al mismo tiempo, estas me conducen hasta esas otras de tacto
dulce, pero menguadas, achicadas y encogidas de tanto lavar ropa en las frías
aguas del barranco de su pueblo o en aquel antiquísimo lavadero de la plaza,
amamantado con agua dura y de tanto remendar, - economía precaria- cientos de
calcetines que hasta el huevo de madera del que se servía para zurcirlos estaba
desgastado, apañar chaquetas hechas jirones que, de tantos remiendos, parecían
almazuelas y reforzar aquellos pantalones y otras prendas que toda su esencia consistía
en ser piezas de aprovechamiento. Y es que no había para más. Son estas manos,
que veis arrugadas y moteadas por el paso del tiempo, manos que guardan en sus
surcos la experiencia de toda una vida de trabajo. Pero también son manos fuertes,
que, pese a estar cansadas, no se resignan a estar cruzadas sobre el pecho sintiéndose
todavía útiles. Les quedan muchas tareas que realizar, alguna tan importante
como la de tomar las dulces, delicadas y diminutas manos de sus nietos y
traerlos de vuelta a casa mientras escuchan historias de otros tiempos.
Y, mientras recobran su afán, aquí quedo, intentando que
esa piel, moteada por el sol y la memoria del tiempo, vuelva a recobrar su
actividad y abandone ese su gesto complejo, telúrico, hereditario convirtiéndose
en gesto poético, evocador y machadiano en este anuncio de la primavera
remolona de este año, a través de la reminiscencia y de la membranza de la
primavera rural de mi infancia. Vale.
Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©
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