La librería y su desvalimiento
La librería y su desvalimiento
Lo dijo Leopold
Sedar Senghor, el poeta de la “negritud": “cuando un
anciano muere se quema una biblioteca”, y pensándolo bien va a tener razón. Ahora
me doy cuenta y entiendo que en el mundo de los vivos y de los libreros, ya se
sabe lo que pasa cuando se cierra una librería.
En este mes,
que ya ha cruzado su meridiano, ha acabado su existencia una librería, de
nombre Roquer, que lleva abierta desde 32 años atrás. ¿Tristeza, acumulación de
deudas que ya no podía soportar, pocos lectores,-y esa proporción no aumenta-,
fracaso de la sociedad o es que la lectura digital está sustituyendo la lectura
en papel? No deseo ni lo pienso ni quiero contestar. Un libro se puede prestar,
comprar y regalar, y esos valores los paraliza, pienso, la agresividad de la
tecnología. La tecnología se está vendiendo, como si fuera el único factor de
futuro, cuando simplemente es un recambio, no de sustitución, y hasta puedo
celebrar que no se produzca a la velocidad anunciada, y bien que lo aplaudo.
Al leer la
noticia no he hecho otra cosa que soñar cómo se iban de las estanterías los
libros de La Roquer y no tuve otra que
gritar, como el poeta senegalés, que fuimos testigos del incendio, libro a
libro, de esta vieja librería. No, no es lo digital… es que la gente no compra.
La crisis de valores la ha conducido a deshacerse del fondo. Aquí tenemos una
crisis de la lectura como modelo de ocio. El libro ya no sale, no le dejan, le
impiden el encuentro del lector, y entonces el librero se acongoja y sus libros
se refugian y hasta se esconden hasta empolvarse para no poner en peligro la
diversidad cultural hasta conducirlos hasta esa llamada “de viejo”. Aquí nadie se
toma en serio a la industria cultural ni como cultura ni como industria.
Mi Roquer ya
está desamparada y la describo adjetivalmente al sentir cómo la desinflaron
aquella tarde o mañana o con nocturnidad alevosa en la que el otoño empezaba a
apuntar en Barcelona. Dijo el escritor Julio Llamazares, hablando de aquella
frase de Senghor: “Cerrar una librería es como quemar los libros libro a libro.
Un incendio del que quizá no somos conscientes los autores, porque creemos que
aún no nos quema directamente”.
Desde hace
unos cuantos años siempre que acudo a Barcelona son cinco, como los misterios del
rosario, los sitios que constantemente visito, cumplimento y revisto, son
para mí santuarios del palpitar ciudadano y en los que siempre el viajero
olfatea esos olores de la gastronomía, de la cultura, del frenesí ocioso y de la
religiosidad. Son esos sitios que uno, a medida que los frecuenta, los
ama y sigue reverenciando cada vez
más: El bar Pinocho del Mercado de La Boquería donde tomar unas sabrosas
butifarras perfectamente asadas; El Xampanyet, allí en el Born-La Ribera, en el que siempre acompañado me tomo unas
exquisitas anchoas del Cantábrico regadas con ese fresco y espumoso vino
blanco con el mismo nombre del titular mítico y excelso de este bar de tapas;
La Sagrada Familia y su coleguilla de Santa María del Mar donde suelo extasiarme
dentro del modernismo y recogerme en la espectacularidad del gótico; El Boadas donde
suelo acudir para ahogar esas sedientas penas con un Cocktail pasional, allí
junto a la plazuela de Alvear salida a Las Ramblas. Y a la Librería Roquer, hoy
desamparada, quemada y vaciada para comprar algún libro, siempre en castellano,
fundamentalmente los clásicos de los clásicos, de Josep Pla y Dionisio
Ridruejo, y hablar con Maria Dolors Oranies, encantadora
librera, que siempre me atendía y guiaba con esa delicadeza que dan los
libros y esa intelectualidad de su senectud leída.
Ahora, lo último del recorrido, ya no podré
hacerlo, lo acaban de cerrar y no porque hayan caído sus ventas ni porque le
afectaran antiguas o modernas leyes de alquiler. Dicen la han trancado por un
contencioso legal con la propiedad. Es por eso por lo que han arrojado a las aceras de los Jardinets de Gràcia montones de
cultura, consejos, lecturas y guías hacia la lectura de lo moderno o clásico.
No hay nada que hacer, quizás sentarse en unos de los bancos de los jardines,
contemplar su portada y gritar, cada vez que pasemos por allí, como hizo Salvador
Espriu con esta cita debajo del brazo: “Però nosaltres hem vingut per
salvar-vos els mots”; Nosotros hemos venido a salvar las palabras.
No pudo ser y ahí quedo, refugiado en busca de
libros y calma y los hallo, siempre los encuentro, aunque esté huérfano donde
comprar, en ese recóndito pueblito soleado y con tradiciones, alejado de
bullicio y vida callejera, sin ambiente, poco ruidoso que me conduce favorecido
hasta la concentración y el repliegue espiritual. Necesariamente yo me lo he
creado, a la fuerza ahorcan, porque su luminosidad y su gusto por lo lúdico han
sido capaces, después del desvalimiento, de idear rincones para, por unas
horas, estar callado y a la vez en animado diálogo con la letra impresa. Es mi
ilusión, también mi deseo que este mi rincón sea como esos cafés de leyenda,
espacios añejos sofísticos, sin música pachanguera, donde a falta de una Roquer
donde acudir , aparezca un fogón blanquiazul-cobrizo de madera de tronco
no muy alto y corteza muy oscura donde se hornean unas reinetas y se
preparan unos torreznos naturales.
Mi afición
por la lectura, que en ocasiones roza el apelativo de adicción, provoca a veces
apretones de lectura que me obligan a adquirir algo que llevarme a la vista
mientras meriendo. Y mientras fuera, sin lumbre donde atizar, continua una
realidad paralela, revolviendo entre libros de la era predigital, que a menudo
se transforma en esa ciudad con ritmo frenético de cañas y vocerío.
Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©
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