El Accidente
El Accidente
El accidente,
ese es el rótulo con el que se anuncia una carpeta que La Medusa Paca se ha
encontrado intentando desempolvar su archivo. Ese anuncio, escrito a lapicero sobre
la etiqueta pegada en la carátula del archivador atado con dos lazos de cintas
rojas, me ha conducido hasta el clasificador y ha permitido encontrarme con una
revista semanal del día 20 de septiembre de 1958, número 103, que se vendía en
los kioscos al precio de tres pesetas y en su mancheta aparecía con el título
de Sábado Gráfico. Dentro de ella, y dobladito, el número 333 de un semanario
de sucesos titulado “El Caso” de 29 de septiembre, también de 1958. El primero
tituló lo que les voy a narrar con el fatídico encabezamientotítulo de “La
muerte regresó de vacaciones. El segundo y en su portada lo hacía de esta
manera “Murieron diecisiete personas”.
Aquella tarde La
Medusa, con sus doce años, estuvo allí. Fue un jueves 11 de septiembre a las
siete y pico de la tarde cuando en el reducido espacio de un cruce de caminos
que todos los lugareños conocemos como “El puerto”, todo se llenó de angustia,
pesadumbre, inquietud y tristeza. Grávalos aquella tarde estaba en fiestas,
¡qué paradoja!, la fiesta de Acción de Gracias. Fiesta común que los pueblos
agrícolas eligen cada año para conmemorar el término de las faenas agrícolas.
Creo recordar
que, por aquellas fechas, Grávalos no tenía teléfono, la luz llegaba con esa
intensidad propia de candil y el único medio de comunicación con la capital y
ciudades cercanas no era otro que ese autobús que iba llenar a la villa, al
vecindario de toda la comarca del Río Alhama y a todos los pueblos de La Rioja
baja y de la Ribera navarra, de dolor, muerte y desgracia. El lugar fue el espacio reducidísimo de “el
puerto”, parada obligada de recogida y dejada de viajeros, después de salir de
Arnedo, cruzar Turruncún, Minas de
Villarroya y llegar a Grávalos, descargar o cargar y continuar hacia Cervera
del Río Alhama y hasta Cornago después de pasar por Rincón de Olivedo e Igea.
El autobús,
matrícula de Navarra 6.381, perteneciente a Automóviles Río Alhama, sociedad anónima,
era conducido por su conductor habitual José Mª Hernández Fernández que llevaba
por ayudante o cobrador al también conocido Leandro.
Cuentan que la
primera parte del trayecto, desde Arnedo a Turruncún, se hizo sin novedad, todo
era contento. Se hablaba de la recolección de la cosecha, ya terminada, de los
festejos no terminados en Grávalos y a punto de comenzar en Cornago y hasta de
las próximas y cercanas fiestas mateas de la capital. Iba declinando la tarde
cuando el autobús tomó el descenso desde la parada habitual de las minas de Villarroya y justo en el kilómetro 22 se encaminó en el
descenso de la cuesta del puerto y, abajo , tras la pendiente muy pronunciada
de medio kilómetro, se advertían las
casa pardas de la villa y sus rojos tejados y, en el centro, la torre de la
iglesia parroquial, como queriendo enterarse de todo y hasta se percibían en lo
alto las estelas de humo y chispas entre ensordecedores estampidos los cohetes
que anunciaban el final de las vaquillas y el comienzo de los bailables en la
plaza. Y entre chirigotas, donaires, bromas y risas el vehículo comenzó a
deslizarse por la pronunciadísima pendiente. El autobús realizó un giro violento
y extraño y desde la baca se desprendió
a la carretera un gran cajón, era el baúl del caramelero en cuyo
interior, además de caramelos y otras chucherías, contenía todos los petardos y
cohetería que debían alegrar las fiestas de Cornago a las que iba destinado.
Comenzó el
desconcierto y apareció el pánico y el terror se apoderó del pasaje: el
cobrador y otro pasajero se arrojaron al exterior; un guardia civil, que viajaba en misión oficial desde Logroño a su
destino en el último asiento, comprendiendo que su deber era llevar la calma a
los viajeros, abandonó su asiento y comenzó a pedir calma y serenidad desde el centro
del vehículo a sus compañeros de viaje.
No hubo forma
de que el conductor se hiciese con la dirección del autobús, no lograba evitar
los bandazos escalofriantes que el vehículo daba, la velocidad aumentaba
vertiginosamente y la curva de entrada a la villa de Grávalos estaba allí como
un torrente.
Los
gravaleños, la Villa, por aquel entonces, contaba con seiscientos habitantes, afluían
desde el frontón, pequeña plaza de toros de pueblo cerrada con carros, en el
que habían tenido lugar las vaquillas de la tarde. Mozos y mozas, niños y
adultos, todos íbamos saltando mientras sonaba la música y los cohetes, bombas
y morterillos surcaban los aires como si fuesen la continuidad bulliciosa de
las fiestas. El choque fue inevitable. El edificio situado al lado izquierdo de
la alcantarilla donde intentó el conductor empotrarlo no resistió, no pudo
parar esa enloquecida carrera y surgió la tragedia. Aterrorizados y a los
gritos de ¡fuera, fuera, fuera!, los vecinos huíamos en todas las direcciones
mientras el autobús se empotraba en el muro maestro de la casa señalada con el
número 21 de la entonces calle del Villar. Toda ella crujió de arriba abajo,
desmantelándose por completo y sepultando casi completamente la parte izquierda
del vehículo con los enormes bloques de escombros que desde el tejado a los
cimientos se desprendieron precipitándose sobre el techo, donde quedaron
encerrados en una trampa mortal cuarenta seres infelices, cuyos gritos de dolor
quedaron ahogados entre la nube de polvo y la involuntaria explosión de parte
de otro cargamento de cohetes con destino a las fiestas de los pueblos de la
ruta.
Eran las siete
y media de la tarde. Hubo un silencio angustioso. Los vecinos de Grávalos, que
habíamos huido en todas las direcciones, reaccionamos con humanidad y nos
precipitamos en auxilio de las víctimas encerradas en el interior del vehículo,
aplastado, hundido bajo una montaña de escombros, mientras alrededor se
esparcían maletas, cestos, garrafas, bultos, cajones y prendas de ropa, zapatos
y otros mil objetos de la pertenencia de los viajeros.
Y, de repente,
se arrancó la tormenta meteorológica y comenzó a llover. Todo se volvió intempestivo
y angustioso. Y comenzaron a llegar autoridades, facultativos, bomberos,
guardia civiles, enfermeros y cientos de ciudadanos propios de Grávalos y, al
pie de la casa derribada o mejor hundida en toda una parte, y donde milagrosamente salvaron sus vidas,
surgieron del edificio, enloquecidos por el pánico, los propietarios, cuyos dos
pequeñas hijas habían sido levantadas minutos antes de dormir la siesta en una
cama destrozada por enormes bloques de piedras, adobes y ladrillos y una veintena más de personas que
en ella se encontraban tomando ese refresco propio del tiempo y de las fiestas.
Y producto de
la tormenta se marchó la luz y todo quedó oscurecido y en silencio, únicamente roto
por el estruendo de los truenos.
Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©
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