Recuerdos de la cocina rural
Recuerdos de la cocina rural
Ahora
que ha vuelto la nieve me he acordado de aquellas cocinas de la niñez
y juventud donde nuestros padres aprendieron a sumar escarbando con un tizón
sobre la ceniza, donde escucharon
anécdotas de tiempos pasados y donde, tal vez,
"pelaron la pava" junto al novio o novia tras el obligado
consentimiento paterno para que él o ella "entrasen en casa".
La cocina fue en el pasado, también
en el presente, la dependencia de la vivienda que más se usó. Las bajas
temperaturas invernales obligaban a los lugareños a mantenerse cerca del fuego
el máximo tiempo posible. La cocina, típica de las tierras altas, solía ser de dimensiones reducidas
para que el ambiente se mantuviera más caldeado.
En la chimenea donde se
quemaban sarmientos, leña del monte, cepas de viñas descepadas o esos recortes producto
de las podas, fundamentalmente de almendro, se podía ver, colgado del allarín, el caldero
o la caldereta, normalmente de
cinc, donde se cocían patatas y remolachas para los cerdos.
Más abajo, en lo que se
llamaba hogar, hervían las
alubias o los garbanzos en pucheros de barro sujetos por brillantes seseros. Los trébedes se colocaban encima de la llama para freír los huevos con
sus respectivos torreznos. Un recogedor,
también metálico, impedía que las ascuas se esparcieran. Y, a ambos lados del
fuego, dos cilindros de hierro -denominados calentadores- antecedentes rurales
de aquellas recordadas y apreciadas bolsas de agua caliente o de las más
modernas mantas eléctricas empleadas para calentar las camas.
En la poyata, una pequeña repisa por detrás
del hogar, esperaban la hora de la cena los huevos fritos y esos exquisitos
torreznos que, en más de una ocasión, recibían alguna mota de hollín o alguna
pavesa que caían chimenea abajo.
Colgado de algún clavo
siempre se encontraba el fuelle
que servía para avivar el fuego. Y las tenazas
iban de mano en mano para atizar la lumbre o para "firmar" o
"hacer rúbricas" sobre las mortecinas ascuas.
En la cocina se almorzaba,
se comía, se cenaba y... se trasnochaba. Durante las largas noches de invierno,
las abuelas hilaban la lana o tejían con ella, haciendo punto. Los abuelos
esmotaban alubias o descocaban almendrucos, las madres remendaban pantalones o
hacían peales. Los padres componían alguna collera del ganado o cincha de la
burra y los chicos hacían sus deberes escolares o jugaban al parchís. A estas
veladas o trasnochadas de invierno siempre se unían algunos vecinos, de esta
forma, al tiempo que se ahorraba leña en una casa, la conversación se hacía más
amena.
Toda la familia se sentaba
alrededor del fuego en taburetes, banquetas
o bancos corridos, impidiendo
que se desperdiciara el calor que el fuego desprendía. Y, durante el invierno,
nadie se movía de su sitio para cenar; se colocaba una mesa baja entre los
comensales con los platos -que en la mayoría de los casos sólo era uno- y todos
cogían su ración y la colocaban sobre un trozo de pan que sostenían en la mano. Esta mesa, del tipo de las denominadas tocineras,
tenía un pequeño cajón donde se guardaban los escasos cubiertos que, a no ser
la cuchara, eran poco utilizados.
En la pared opuesta al fuego
solía haber un rudimentario armario con anaqueles en el que se colocaban las tazas
y tazones para el
desayuno, platos y fuentes y algún jarro decorado con la imagen de algún
santo devoto de los que se empleaban para bajar el vino de la bodega.
En las casas de las familias
pudientes, colgada de la pared, se mostraba la reluciente espetera de cobre, compuesta de cazos y cacillos, pero no en todos los hogares se disponía de este ajuar.
Sobre la fregadera, pileta hecha generalmente
con cemento o granito, se colocaba la caldereta
con el agua caliente para fregar los platos. Y encima, solía haber también un escurreplatos, colgando de puntas
clavadas en la pared, la espumadera
y el cacillo o repartidor.
Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©
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