viernes, 11 de octubre de 2024 in

Nogales

 




“Los que dicen que escriben versos
mejor que los dioses, no serán
castigados como Niobe, que tejía
mejor que las diosas y osó
decirlo y le mataron
los hijos y la convirtieron en mármol.”
(Juan Gelman)

 

Aquel septiembre, caminando entre abrojos, tierras abrasadas y perfumado con los múltiples olores campestres de esos paisajes teñidos de ocres, amarillos y rojos, me acerqué hasta el valle de las Peñas de Arriba en el que los ancestros de mis antepasados habían plantado unos nogales. Tiene historia, para mal y para bien, esta nogalera.

Aquella mañana de septiembre hacía un angustioso calor que mitigaba con ese enorme sombrero de paja que hacía juego con las amapolas rojas, como el fuego, que marcaban mi camino. ¿Dónde me he metido otra vez? me gritaba. No dejaba de hablar mientras los pies se revolcaban en la arena del camino. Tenía las mejillas encendidas y los ojos me brillaban de un modo extraño. No me distraía ni mirando el sol que estaba a punto de alcanzar su cenit. De repente estremecí ante un mar de espigas de centeno y el paso por la belleza del mitadenco me hizo rebotar contra la montaña de enfrente y volverme hacia mí como un eco y, no sé por qué, en el rebote, se me vino a la cabeza aquella excursión escolar que hace aproximadamente setenta años hicimos para bañarnos en la balsa de peñas arriba.

Llegando hasta la nogalera, descansé y, pies aptos, así las cosas, me puse a trepar por un enorme nogal para varear sus ramas e intentar ver mi reflejo en la alberca a la que el nogal, aquel inmenso nogal, daba sombra, pero nunca lo conseguí porque a aquella hora el sol caía de lleno en el agua y la hacía brillar como un trozo de oro caliente que me cegaba.

 Sabía que el nogal es un árbol con muy mala sombra, pero no tanta, y que nada crecía bajo la densa umbría que sus ramas proyectaban. Nunca pensé que, siendo la culminación del sol, ésta no me dejase ser feliz contemplando mi reflejo en el estanque, pero esa mala sensación fue compensada con el airoso porte del Franquette de hasta 30 metros de altura, longevidad centenaria y la excelencia de su fruto. 

Una vez aposentado en la rama más frondosa de la elegida noguera la vareé y algunos frutos cayeron al suelo. Fracturé unas cuantas y fui consciente de la fuerza de esa pequeña bomba de energía y grasas repleta de ácido linoleico, fólico, calcio, fósforo, hierro, sodio, potasio y otros nutrientes. No esperé para consumirla ni pensé era necesario dejarla secar hasta que se desprendiese de su cáscara verde. Solo deseaba que, al comerla, mejorase esos tenues síntomas de los músculos inflamados por el cansancio.

 Cuando la luz dejó de deslumbrarme, tanto que me pesaban los párpados y se me aflojaban las extremidades como si hubiera bebido vino dulce, me fui de nuevo a la alberca, donde encontré un silencio lleno de sombra y de olor al balago del cercano centenal ya cosechado. Allí colmé mi soledad con personajes y lugares remotos: la escuela, la excursión, el grupo de niños, el maestro, las canciones, los campos de colores al viento, Gulliver en el país de los caballos habladores, Ulises en las islas de Calipso y de Circe.

 El cuerpo se me fue hundiendo cada vez más en el aislamiento, se apoderó de mí un sopor de unos pocos minutos y empecé a dar cabezadas, algo, eso sí, que no podía confesarle a nadie, sólo a las Peñas de Arriba. Fue un sueño dulce y, al despertar, me dio la impresión de haber regresado de otro mundo. Pero las Peñas de Arriba reían y las nueces seguían colgadas maduras de la noguera, y yo, con las manos siempre prestas a romperlas y mi boca deseosa de saborearlas.

 Recuerdo que aquel verano no llovió nada, igual que ahora. Los campos yermos estaban como abrasados sin darles tiempo a brotar de nuevo, la hojarasca no se pudría ni se transformaba en tierra. Por la noche, y al retirarme, llegó a soplar un vendaval tan tremendo que las cortinas del salón se movían sin que nadie las tocara.

 Y al final me puse a caminar de nuevo mientras decía para mis adentros si, de todos los mundos, de todas las estrellas que son otros mundos, no sería la Tierra, la de las Peñas de Arriba, la más bonita. Vale.

 


Nueces

Al nogal que han arrancado

no dejarán ya sus trinos

las calandrias y jilgueros,

los verderones y mirlos.

Sus ramas ya no son fuertes

donde construir sus nidos

esa pareja de horneros.

 

A ti nogal calcinado

tal vez no llegue esa joven

a utilizar tus sombrajos,

donde soñar una noche,

veraniega y estrellada,

sus anhelos abismados.

 

Fuiste rojo de fuego

muy de mañana,

descuajado y tronchado

ardiendo en la orilla del camino

envuelto en tus cenizas

y con lluvia arropado.

 

PRJP. N.º 33. En Garnacha y a la sombra del jinjolero.

 

Texto y fotografías La Medusa. Copyright ©.

 

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